En la etapa de los amores desbordados e incendiarios, los hombres de mi generación mantenían la ilusión de ser los primeros en la vida de las mujeres que amaron. Ellas no compartían esa obsesión.
Otros, quizá al mismo tiempo o después, menos aferrados a las relaciones tradicionales y machistas, aspiraban a ser los últimos. A diferencia de los primeros, confiaban en la estabilidad que prometía el desenlace: llegar al final e intentar quedarse.
Pero muy pronto, con la multiplicación de las formas de amar, surgieron los que se conformaban con ser los penúltimos, los antepenúltimos o los que aparecieran en cualquier turno esdrújulo. Todo se relativizó.
Hoy no estoy seguro de que eso importe. Yo, en lo personal, sólo aspiré a que mi corazón, que amó a tontas y a locas, tuviera lugar para todas. Hice lo necesario para que así fuera. Unas y otras tuvieron su lugar. No traté de averiguar si yo tuve espacio en el suyo o en su memoria, un seguro para proteger mi amor propio
En las relaciones maduras, ya no interesa haber sido el primero ni el último. Tampoco si se fue el más brillante o el más torpe. Al final, el amor hace estúpidos a los inteligentes e inteligentes a los estúpidos.
Pienso en todo esto porque reconozco que los tiempos han moderado nuestras expectativas en el terreno del amor, tal vez el más complejo de todos y el más resistente a los cambios. Con los años aprendemos a dejar de esperar milagros emocionales y preferimos construir vínculos más razonables, más atentos, menos incendiarios. Nos volvemos más cautos, pero también más conscientes de lo que podemos ofrecer y recibir.
Amar no se trata ya de conquistar ni de retener. Se trata de coincidir con alguien que también ha dejado de creer en ficciones eternas. Por eso, cuando se logra, el vínculo pesa más que el recuerdo de quién llegó primero o quién llegará en el último tren.
Otras áreas humanas permanecen tan primitivas como hace siglos. Son inmunes al avance del pensamiento, a los cambios en la conducta personal y colectiva, al reconocimiento de derechos que hace poco eran impensables. Entre ellas, la política.
Los hombres del poder, y también las mujeres, insisten en ser valorados como los primeros: los fundadores, los históricos, los que llegaron para cambiarlo todo. Se les llena la boca con palabras como “refundación”, “transformación” o “nuevo comienzo”. Se creen adelantados a su tiempo, los Cristóbal Colón de alguna tierra prometida aún por descubrir o inventar, un paraíso más grande y más fértil que el de Eva.
Pocos resisten la tentación de inscribir su nombre en placas conmemorativas o en libros de historia. Confunden la administración pública con una epopeya personal. Como si el país, el estado o el municipio fuera una obra inédita que deben comenzar desde cero.
Pero en política no hay amores eternos, ni herencias inagotables. Gobernantes y gobernados deberíamos asumir que los cargos son pasajeros. Que se llega, se trabaja y se va. Que las metas verdaderamente relevantes toman más de una vida, y que ningún sexenio, un trienio menos, es suficiente para alcanzarlas.
Por eso, el servidor público haría bien en entender que no está creando el mundo desde el vacío, como si fuera Dios en el Génesis. No vino a inventar el bien ni a abolir el mal. Pero creen que deben destruir todo lo anterior para imponer su visión como única, sus palabras como dogma y sus promesas como mandamientos.
Algún día, ojalá no lejano, deberíamos decirles, como alguna vez lo hizo Vicente Fox con tono seco pero clarísimo: “Comes y te vas”. Y que esa frase baste para recordarles que su función no es empezar la historia, sino sumarse a ella. Que lo importante no es abrir capítulos, sino concluirlos. Que la historia, bien entendida, debería ser una suma de trabajos temporales, contenidos y sin pretensiones mesiánicas.
El mundo es cada vez más laico y progresivamente ha dejado de creer en Dios. Nadie puede soñar en ese contexto que crea en muchos dioses bananeros prometiendo paraísos imposibles y una vida eterna.