A veces, la memoria funciona como un relámpago que ilumina una escena olvidada. Me veo de nuevo en un salón de la Facultad de Psicología de la UNAM, rodeado de libros, apuntes y el humo de cigarrillos baratos. Éramos un grupo de amigos y, o éramos unos genios, o la hierba que fumaban algunos de ellos era de una calidad excepcional. Quizá ambas cosas. En mi inocencia de ultraprovinciano, yo sólo veía las horas de estudio, las jornadas enteras que dedicábamos a preparar exámenes con los métodos más estrafalarios que uno pueda imaginar.
La lógica era la nuestra, una que desafiaba cualquier manual de pedagogía. Si el examen era de teoría de la medida, una de las ramas más abstractas que creíamos ajena al propio plan de estudios, nosotros nos sumergíamos durante días en la poesía del Siglo de Oro. Y si la prueba era con un locuaz maestro de teorías de la personalidad, nuestra preparación consistía en resolver, sin calculadora, problemas de desviación estándar y márgenes de error hasta que los números bailaran en nuestros sueños.
Se los juro que funcionaba. No sé si era por la plasticidad de nuestras neuronas juveniles, por las horas de estudio o por la yerba bendita, pero el método daba resultados. Lo cierto es que varios, al final de la carrera, recibieron la Medalla Gabino Barreda, esa presea que la UNAM entrega a los promedios más altos. ¿Es presunción decir que yo alcancé el 9.6? No. Es el prólogo asombrado a una pregunta que me ha perseguido durante décadas: ¿por qué funcionaba aquella locura?
Hoy creo que, sin saberlo, habíamos tropezado con una verdad profunda sobre el conocimiento. Vivimos en una era de hiperespecialización, de saberes encapsulados en silos que no se comunican entre sí. El economista no habla con el poeta, el biólogo no habla con el filósofo. Cada uno cava más y más hondo en su propia trinchera, convencido de que la verdad se encuentra en la profundidad y no en la amplitud. Pero nuestro método, nacido de la intuición o del delirio, hacía lo contrario: construía puentes.
¿Qué tiene que ver la poesía con la teoría de la medida? Todo. Ambas son lenguajes que buscan la estructura, el ritmo y la belleza en lo abstracto. Un soneto de Góngora te enseña a apreciar la arquitectura de un sistema complejo, a encontrar la elegancia en la restricción de una métrica. Es el mismo músculo mental que se necesita para comprender la belleza de una ecuación matemática. Del mismo modo, practicar estadística para un examen de psicología nos obligaba a pensar en sistemas, en la norma y su desviación. ¿Y qué son las teorías de la personalidad sino modelos que intentan explicar un promedio de la conducta humana y sus infinitas y fascinantes desviaciones?
Aquellos ejercicios no eran una distracción del tema. Se trataba de un entrenamiento en una forma de pensar más flexible, más holística. Nos enseñaron a buscar patrones, a entender que la estructura de un poema puede revelar la estructura de un problema numérico. Descubrimos que el conocimiento no es una colección de islas, sino un archipiélago conectado por corrientes subterráneas.
Tal vez ésa sea la lección que, con el tiempo, hemos olvidado. La medalla no fue un premio a la memorización, sino la consecuencia de haber aprendido a pensar de manera cruzada. Y en un mundo cada vez más complejo y fragmentado, quizá la solución no esté en cavar más hondo, sino en atreverse a mirar, como hacíamos entonces, por encima del muro de nuestra propia disciplina.