De apenas unos cinco años, mi hijo tuvo una fugaz vocación por la política, como mi hija por la vida religiosa. Ella quería ser Papa, “para pasearme por todo el mundo”, argumentaba; él, Presidente de la República. Yo me divertía preguntándole qué sería su madre: “madre de la República”. ¿Su padre?: “padre de la República”. ¿Sus hermanas?: “hermanas de la República”. ¿Su esposa e hijos?: “esposa e hijos de la República”. “Eso no se puede”, le aclaré. “No me vengas con ese cuento de que la ley es la ley”, me reclamó palabras más palabras menos. La mañana de ayer lo recordé con extrema nitidez. Veo hoy con grata sorpresa que a tan tierna edad era capaz de cincelar frases propias de un hombre de Estado, que yo entendí como meras ocurrencias infantiles.