En medio de tanta información a la que se tiene acceso día tras día, en días recientes me llamó la atención la referencia a la predicción de que en este año morirían —entre los personajes famosos— la Reina Isabel II, el Rey Pelé y el Papa emérito Benedicto XVI.
Independientemente del valor que se le pueda dar a esta predicción —y a las predicciones en general—, cabe señalar que, lo que ya muy cerca del día 365 parecía ser una predicción fallida a pesar de haber quedado muy cerca, puesto que la Reina Isabel había muerto efectivamente y los dos personajes restantes parecía que seguirían vivos —aunque en estado crítico— en los inicios del año 2023, en los últimos días del año, la predicción de esas tres muertes, se cumplió.
A reserva de referirme a la muerte de Pelé en otro espacio, quiero plasmar en este unas palabras a propósito de la muerte y la vida —y de una vez a la resurrección— del Papa emérito Benedicto XVI, hasta 2005 conocido, en ambientes eclesiásticos, eclesiales y culturales como Joseph Ratzinger…
Como era de esperarse, apenas unas horas después de su fallecimiento, esa noticia se había convertido ya en noticia global en los medios de comunicación tradicionales y en “tendencia” en redes sociales y, por supuesto, irrumpieron, especialmente en estas, más allá de la información, la valoración de sus acciones en un ámbito amplio, diverso e, incluso, contradictorio en el que, en uno de los polos se señalaba, entre otras cosas, su pertenencia a las juventudes nazis, su papel encubridor y cómplice en el caso de la pederastia clerical —particularmente la de Marcial Maciel, el fundador de los Legionarios de Cristo—, así como su rol negativo en relación con las tendencias progresistas del catolicismo —en especial las de cuño latinoamericano, como la teología de la liberación—, mientras que en el otro polo, los comentarios valoraban el que hubiera afrontado el asunto de la pederastia clerical en general y, en particular, el de Marcial Maciel, el que hubiera defendido la fe auténtica frente a sus desviaciones e incluso, considerándolo ya, un santo…
Y sí, todas esas “lecturas” de su vida y de su muerte tienen algo de sustento y su figura será valorada desde los más diversos puntos de vista, de signo positivo y de signo negativo y, en algunos casos —quizás los menos— desde puntos de vista más amplios y profundos, esos que no simplifican lo complejo, que no resultan blancos o negros, ni siquiera en diversos tonos de grises y que pueden llegar a ser multicolores, con una paleta tradicional de 256 colores [que no sería poco], o bien, con una paleta de más de 16 millones de colores, como las que se usan actualmente.
Mi pretensión en estas “palabras” no tiene la ambición —inviable— de hacer una lectura de la vida y muerte de Benedicto XVI con una paleta de 16 millones de colores, pero tampoco de una del todo negra, del todo blanca o en combinación de grises. Pretenden ser unas “palabras” coloridas o, mejor aún, coloradas y tendientes al blanco, ni más ni menos que los colores de sus vestimenta a lo largo de 45 años, desde que fue nombrado cardenal por el Papa Paulo VI en 1977 hasta su muerte.
De lo “colorado”, es destacable, sin duda, su desempeño como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, cargo que ocupó desde 1981 hasta 2005 en que fue nombrado Papa y al cual llegó con las credenciales del doctorado obtenido con la tesis “Pueblo y casa de Dios en la doctrina de la Iglesia de San Agustín” y de su magisterio como profesor de Teología Dogmática y Fundamental en Freising, Münster y en la famosa universidad de Tubinga [1966-1969], así como la credencial de su participación como experto en el Concilio Vaticano II, como consultor teológico del arzobispo de Colonia.
Entre los documentos más controvertidos de los años en que fungió como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, se pueden mencionar las referentes a las propuestas teológicas del P. Edward Schillebeeckx, Hans Küng y Leonardo Boff; las referentes a la Teología de la Liberación y otros más relacionados con los sacramentos y temas bioéticos.
Del blanco —ya no Joseph Ratzinger, sino Benedicto XVI— se puede mencionar, ante todo, la elección del nombre “Benedicto”, la cual le dio un toque marcadamente europeo [San Benito es el santo patrono de Europa] y un enfoque hacia el reconocimiento y la defensa de las raíces cristianas del continente; el hacer frente —aunque para algunos de manera insuficiente— al problema de la pederastia clerical y su renuncia del 11 de febrero de 2013, a partir de la cual vivió en el Monasterio “Mater Ecclesiae”, dentro de los muros de la Ciudad del Vaticano.
Para ir concluyendo estas “palabras”, unas pocas para mencionar algunas líneas ejes de su pensamiento: la búsqueda de un rencuentro entre la fe y la razón; la necesidad de superar la dictadura del relativismo que deja como medida última al yo y sus deseos; la búsqueda del equilibrio entre la tradición y la novedad, evitando tanto la inmovilidad como la ruptura. En síntesis, la búsqueda de una armonía —hasta cierto punto dialéctica— entre elementos que tienden a separarse e, incluso, contraponerse.
Finalmente, la referencia a la expresión que da título a estas palabras y que nos lleva, más allá de lo colorado y lo blanco y más allá de los ejes de su pensamiento, hacia el fondo de su corazón: “no me preparo para un fin, sino para un encuentro”, unas palabras no solo testimoniales, sino una última exhortación apostólica abierta a todos, una expresión creyente de la muerte propia no solo como un hecho biopsíquico, sociocultural y humano-existencial —sin que deje de serlo— sino como un instante de paso, como una pascua que trasciende el innegable y evidente fin, no de la vida, sino de una etapa —valiosa sin duda, pero limitada y provisional— que hace posible ese encuentro esperado que Juan de la Cruz expresa en su “Llama de amor viva”: “acaba ya, si quieres; rompe la tela de este dulce encuentro”, Isaías dibuja en ese “festín de manjares suculentos” y que el anciano Juan del Libro del Apocalipsis pone en boca del Cordero: “mira que estoy a la puerta y llamo. Si uno escucha mi llamada y abre, entraré a su casa, cenaré con él y él conmigo”. Ya no un festín, sino una cena íntima, “que recrea y enamora”…