Sin duda alguna, la reescritura ficcional del Evangelio según san Lucas que llevó a cabo Vicente Leñero en su Evangelio de Lucas Gavilán logró llevarla a buen puerto en términos generales, incluso en situaciones difíciles de historizar y mexicanizar, como en el caso de la Anunciación a María gracias al recurso a Doña Gabi, la comadrona que le hace saber de su embarazo.
Sin embargo, así como a Dante Alighieri “se le traba la lengua” al intentar describir el paraíso con la habilidad con que lo había hecho con el infierno y el purgatorio, a Leñero —como a cualquiera que lo intente— se le complica la reescritura ficcional de la resurrección, sin la cual —Paulus dixit— vana es la fe cristiana…
En ese contexto, Leñero reescribe la visita de las mujeres al sepulcro —transformada en la búsqueda de la fosa común en que había sido sepultado— con estas palabras:
Aunque don Pepe Artime explicó muy clarito que el cadáver de Jesucristo estaba en una fosa común sin registro ni señas, las mujeres se entercaron en ir a buscar la tumba a donde fuera. Dicho y hecho: muy de mañana, al día siguiente, María Magdalena, Juana Morales y María la de Santiago la emprendieron hasta el Panteón de Dolores. Compraron zempazúchiles en la entrada y se echaron a recorrer las callecitas en busca de las fosas comunes. Nadie les daba razón. Los visitantes del cementerio decían quién sabe o les aconsejaban preguntar en las oficinas que están allá atrás: ¿no vieron el edificio al llegar?
Dos tipos con facha de sepultureros se cruzaron con las mujeres cuando éstas regresaban ya rumbo a las oficinas. Los dos llevaban sombreros de palma. Uno cargaba una cubeta, el otro un zapapico.
María Magdalena los detuvo:
—Perdón. ¿No saben ustedes dónde está la fosa común?
El del zapapico miró al de la cubeta. Éste aclaró:
—Hay muchas fosas comunes.
—¿A quién buscan? —preguntó el hombre del zapapico.
—Nos dijeron que ahí enterraron al maestro, antier.
—Pero sin registro ni nada —completó Juana Morales.
—¿Qué maestro?
—Jesucristo Gómez —dijo María de Santiago—. ¿Ustedes no saben de casualidad?
—Si no tiene registro va a estar muy difícil saber —dijo el hombre de la cubeta—. O a lo mejor en las oficinas les dan alguna información…
—Yo conocí a Jesucristo Gómez —interrumpió el del zapapico.
—¿Lo conoció?
—Lo conocí muy bien.
—¿Lo conoció de veras? —volvió a preguntar Juana Morales.
—Y supe todo lo que pasó.
—¿Supo cómo lo mataron?
El hombre del zapapico se quitó el sombrero y se apoyó en el palo de su herramienta como en un bastón:
—Para mí esos hombres no mueren nunca —dijo—. Pueden matarlos pero no se mueren. Al contrario, siguen cada día con más vida, como quien dice.
María Magdalena empezó a sollozar.
—Hay que echar la tristeza a la basura, señora. Acuérdese de lo que él decía… El camino es para adelante y él no ha dejado de caminar.
—No tiene caso buscar a un muerto —completó el hombre de la cubeta.
Y reescribe —mostrando aquí como en pocos pasajes de su “Evangelio”— los encuentros del Resucitado con sus discípulos.
Santiago Zepeda convenció a su hermano Juancho de que se largaran de Iztapalapa antes de que les cayera encima la policía, no fuera a ser. Tomaron un camión de los que van a Cuautla. Ellos no iban hasta Cuautla sino a Yecapixtla nada más, donde tenían un cuñado. En su casa pensaban esconderse por una temporada.
Aunque el camión llevaba muy pocos pasajeros, Santiago y Juancho prefirieron sentarse hasta atrás para platicar sin miedo de sus cosas: de Jesucristo Gómez, de la maldita desgracia de su muerte, de cómo ahora se les había desmoronado la vida después de que todo iba tan bien. Los recuerdos se juntaban a sus quejumbres. ¿Te acuerdas cómo lo conocimos, cómo nos enganchó, cómo le entramos duro con él? Te acuerdas de aquí, de allá, del comandante Perales, del Paralítico Gutiérrez, de la tempestad en Nautla, de la viuda de Nares; te acuerdas de don Apolonio Zacarías… ¡Carajo, cómo lo fueron a agarrar!
Hablaban bajito, pero a veces el dolor o el coraje los hacía levantar la voz sin querer, y entonces sus palabras botaban como canicas sobre los asientos más próximos: sobre el asiento donde viajaba solitario un hombre de cabello muy negro aunque medio calvo; iba mirando el campo por la ventanilla, pero de vez en cuando giraba un poco la cabeza como para escuchar mejor la plática de Santiago y Juancho. En una de ésas el hombre se puso en pie y caminó hasta el asiento trasero. De su bolsa de yute había extraído dos mandarinas que llegando ofreció a Santiago y Juancho:
—¿Quieren?
Santiago dudó un momento, pero imitando a su hermano terminó aceptando la fruta:
—Gracias.
—Perdón por meterme en lo que no me importa —dijo después de un rato el señor de las mandarinas—. Los oí platicar y me entró curiosidad. ¿De quién hablaban?
Santiago y Juancho ya estaban entradísimos en la discusión con el señor de las mandarinas cuando el camión se acercó a la desviación a Yecapixtla. Tuvieron que levantarse y hacer la parada.
Santiago preguntó:
—¿Usted se sigue derecho?
—Voy para Cuautla —dijo el señor de las mandarinas.
—Lástima, nosotros vamos aquí nomás a Yecapixtla.
—¿Por qué no se viene con nosotros, no puede? Y seguimos platicando.
Empezaba a anochecer cuando llegaron a casa del cuñado. Éste se portó de lo más amable: los saludó muy cariñoso, les hizo mil preguntas y les llevó de cenar unas quesadillas y frijolitos. Durante la cena, el señor de las mandarinas no dejó de hablar de lo mismo que hablaba Jesucristo Gómez horas y horas a sus discípulos. Empezaba a anochecer cuando llegaron a casa del cuñado. Éste se portó de lo más amable: los saludó muy cariñoso, les hizo mil preguntas y les llevó de cenar unas quesadillas y frijolitos. Durante la cena, el señor de las mandarinas no dejó de hablar de lo mismo que hablaba Jesucristo Gómez horas y horas a sus discípulos. La justicia. El cambio. La necesidad de trabajar durísimo para que esa semillita se convirtiera en un árbol. Hasta las dos o tres de la madrugada se estuvieron Santiago y Juancho Zepeda oyéndolo, luego que el cuñado se fue a dormir. Cayeron como troncos, pero Santiago se despertó como a la hora y media sudando y muy agitado. Había soñado quién sabe qué. Jaloneó a su hermano.
—¿Qué pasa? —se asustó Juancho Zepeda.
—Levántate. Ese hombre…
—¿Quién?
Santiago contó a Juancho su sueño y los dos corrieron al cuarto donde se había quedado a dormir el señor de las mandarinas. Ya no estaba. Se había ido de repente, sin despedirse siquiera.
—Te lo dije.
Los hermanos Zepeda no quisieron permanecer un momento más en Yecapixtla. Ese mismo día regresaron a México, a Iztapalapa, y buscaron a Pedro Simón.