Sólo le faltó hacer discursos para algún Presidente de la República. Asesoró y escribió para gobernadores, directores federales y secretarios de Estado. Dueño de una inteligencia desbordada, con sólida cultura y formación filosófica, era artesano de la palabra hablada que deleitó las mieles del poder. Pero sus dones se apagaban con el mayor de sus pecados: la indiscreción. Presumía en cantinas, cafés, baños de vapor, que la brillante frase y proyectos de sus jefes en turno habían salido de su cabeza. Su estrella se apagó antes que las de sus patrones, que lo sustituyeron por otros de pobre megalomanía. Conozco pocas personas con sus capacidades en el oficio de asesores y consultores, pero casi todos son pedantes insufribles. Son los hijos de Og Mandino. Prefiero a quienes parió la filosofía y la literatura.