En una colaboración titulada “Un Papa con olor a pastor” publicada a finales del año pasado anunciaba dos más a redactar “a la brevedad posible” y también relacionadas con Francisco; una a propósito del asunto de la bendición a las parejas del mismo sexo y otra a propósito de la Cumbre Mundial de Acción por el Clima.
A principios de este año se publicó mi colaboración acerca de las bendiciones y, ahora y aquí, me dispongo a redactar la que, desde mi punto de vista, tiene mayor relevancia ya que los otros dos temas, si bien es cierto que guardan relación con la denominada guerra cultural, en sí mismos tienen un carácter señaladamente intraeclesial. En cambio, el tema del cambio climático ocupa un lugar central en la agenda de la humanidad en su conjunto ya que en él está en juego, ni más ni menos, que la viabilidad futura del planeta y de quienes habitan en ella, particularmente los seres vivos.
En ese orden de cosas, la presencia física del Papa en la Cumbre celebrada en los Emiratos Árabes Unidos ―conocida su postura al respecto― había despertado altas expectativas que se evaporaron cuando anunció que no podría hacerse presente por razones de salud.
Sin embargo, su breve discurso de no más de menos de cuatro cuartillas leído en la COP28 muestra no ya la preocupación del pastor por su rebaño, sino por la que ha dado en denominar “casa común” y por quienes habitan en ella, particularmente los pobres, las principales víctimas del cambio climático.
En el primer párrafo, después de lamentar el no haber podido asistir personalmente, de preguntarse si estamos trabajando por una cultura de la vida o de la muerte y de pedir de corazón “¡escojamos la vida, elijamos el futuro!”, exclama suplicante: “¡Escuchemos el gemido de la tierra, oigamos el clamor de los pobres, demos oídos a las esperanzas de los jóvenes y a los sueños de los niños!”
Como lo había hecho en su encíclica “Laudato sii”, desentraña las causas del calentamiento del planeta afirmando que ha sido “causado principalmente por el aumento de gases de efecto invernadero en la atmósfera” y denunciando que este aumento de gases de efecto invernadero es atribuible a la actividad humana “que en los últimos decenios se ha vuelto insostenible para el ecosistema”. Y no solo eso, sino que esta actividad humana surge de “la ambición por producir y poseer [que] se ha convertido en una obsesión, y ha desembocado en una avidez sin límites, que ha hecho del ambiente objeto de una explotación desenfrenada”. En el fondo de todo esto Francisco sostiene que existe un “delirio de omnipotencia” que requiere ser revertido por una toma de conciencia, humilde y valiente, de “nuestro límite”.
De manera sutil, afirma que las divisiones y las posturas rígidas obstaculizan ese itinerario capaz aún de intentar revertir el deterioro de la casa y rechaza los tentativos de atribuir a los pobres y al número de nacimientos la responsabilidad de este fenómeno, siendo que la mitad más pobre de la humanidad es responsable apenas del 10% de las emisiones y que, en realidad son las principales víctimas del cambio climático y quienes padecen por la deforestación, el hambre, la inseguridad hídrica y alimentaria y quienes se ven obligados a emigrar.
En el contexto geopolítico ―en el que también incursiona en su discurso―, Francisco subraya la importancia de un cambio político que permita salir “del atolladero de los particularismos y nacionalismos y que “abrace una visión alternativa” de carácter multilateral; una visión que no se conforme con buscar “equilibrios de poder” sino que busque “establecer reglas globales y eficientes”, que encuentre formas “que sean eficientes, que sean obligatorias y que se puedan monitorear fácilmente”…
Como era de esperarse en un discurso de quien no solo es jefe del Estado Vaticano, su discurso concluye con una referencia al “hermano Francisco”, quien hace 800 años ―en 1224― compuso el “Cántico de las criaturas” “tras una noche de sufrimiento, ya completamente ciego”.
Más allá, pues, de la postura “ecologista” del jefe de Estado, está, de nuevo el corazón de un pastor cuya misión trasciende las fronteras eclesiales y se abre a la humanidad en su conjunto y a la casa común que constituyen esas criaturas diversas que ―cada una a su nivel― son capaces de alabar a su creador y, en el caso de los seres humanos, de rechazarlo a Él y de dañar gravemente los ámbitos de la creación a los que tiene acceso.
En el Papa Francisco, pues, podemos detectar una postura ecológica que se podría adjetivar como “holística” ya que no se reduce a la ocupación por la casa [oikos] común, sino por quienes habitamos en ella y por quien “con sus manos de artista, de arquitecto e ingeniero” ha creado la casa cuyo cuidado ―no explotación― ha encomendado a sus habitantes, particularmente a quienes toman las decisiones trascendentales en este mundo, esas que afectan ―para bien o para mal― a todas las criaturas, entre ellas “sora nostra matre Terra”…
Y sí, como lo sostuvo el presbítero y doctor en filosofía José Francisco Gómez Hinojosa en un ensayo, el meollo de la cuestión no es tanto de “logos” sino de “filía”, es asunto de eco-filía, más que de eco-logía, más de una práctica amorosa que de bellas palabras acerca de la casa y de sus habitantes. Por ello, estas palabras las quise denominar ―dando el crédito correspondiente a “Paco”― “De la eco-logía a la eco-filía”.