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El Evangelio en lengua wirrárica: Judea en Zitacua

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La Judea de la colonia más emblemática de resistencia lingüística y cultural en un entorno urbano representa un ritual de sincretismo que puede ser modelo para convertirse en política pública para protección de tradiciones de pueblos originarios

Especial Meridiano | Jorge Enrique González

La colonia Zitacua está en lo alto del cerro Los Metates. Despierta a las cinco de la mañana del Viernes Santo. A esa hora, un grupo de jóvenes indígenas inicia un ayuno riguroso. Son los judíos de la Judea: muchachos wixaritari y de otros pueblos originarios con el torso desnudo, decididos a ofrecer su hambre y su sed como parte de un antiguo voto comunitario. No probarán bocado ni agua hasta el mediodía. Para mantenerse despiertos caminan, brincan y danzan sin descanso al ritmo hipnótico de cubetas de 20 litros convertidas en tambores y flautas monótonas, cansinas. La danza no es aleatoria: tiene pausas, direcciones, códigos que el capitán conoce y ejecuta como parte de una coreografía ancestral que se transmite oralmente o tal vez genéticamente. Cuando les pregunto por qué hacen tal cosa, alzan los hombros, como diciendo “porque sí”.

Los jóvenes se borran el cuerpo, se pintan de negro, como conciencia de Judas. Utilizan el hollín de una llanta quemada, mezclado con agua, que aplican con tejón seco sobre la piel hasta cubrirse por completo. La ceremonia de borrado ocurre alrededor de las cuatro, después de haber colocado una veladora en el kalihuey como parte de su manda. Esa veladora es promesa, es petición, es deuda. A las cinco, ya convertidos en borrados, salen a recorrer las calles empedradas de la colonia. Y en determinado momento van hasta el edificio con imagen de cartón corrugado, pero de concreto y ladrillo, nombrado Ciudad de las Artes Indígenas (CAIN).

Danzan, danzan, danzan, para vencer el sueño, para someter al cansancio. No deben, lo saben, buscar sombra. El ayuno exige movimiento constante: trotan, brincan, tocan sonajas, espadas (¿machetes?) de madera, varas. Gritan. Algunos llevan máscaras. Hacen ruido para mantenerse alertas. Cada uno tiene una motivación personal: una promesa, una petición, una deuda espiritual. En palabras del capitán de los judíos, quien pidió mantenerse en el anonimato, “engañamos al cuerpo, como si anduviéramos en fiesta”. La fiesta, sin embargo, tiene un trasfondo de sacrificio: el calor, el cansancio y la abstinencia son parte del proceso de purificación.

El capitán, joven de 23 años, nacido en Tepic y residente de Zitacua, ha sido elegido por experiencia. Es su tercer año en la Judea. Dirige a los judíos, coordina sus movimientos y los alienta cuando flaquean. Conoce la importancia del papel que representa. También ha sido borrado en años anteriores. Ahora lidera a un grupo de 48 jóvenes, la mayoría trabajadores como él, algunos estudiantes. Ninguno se sienta, ninguno descansa. Algunos han dejado de ir a sus trabajos para participar; otros aprovechan las vacaciones para no faltar al compromiso.

Desde otras colonias cercanas, como Venceremos y Prieto Crispín, los católicos también participan en las conmemoraciones del Viernes Santo. A media mañana, suben al cerro para realizar su viacrucis y utilizar las instalaciones de Zitacua para representar las últimas estaciones. El sacerdote Eduardo Martínez Peña (Mixtlán, Jalisco, 52 años), encargado de la cuasiparroquia de San Juan Diego, explica que esta colaboración con Zitacua se ha vuelto una tradición. Los “judíos”, en su sentido católico, también están presentes: son los jóvenes que interpretan soldados, centuriones, en la representación tradicional. La escena católica se conjuga con la tradición indígena sin tensiones aparentes: comparten el espacio, los tiempos y el espíritu de la conmemoración. Jesús es crucificado, bajado de la cruz, puesto a los pies de su madre María. Es la Piedad en su versión de Zitacua. Tomo la foto. Se llevan el cuerpo al sepulcro, frente al templo indígena.

A las doce, cuando concluye el ayuno, los judíos pueden acercarse al kalihuey. Ahí, con respeto, se sientan por primera vez, reciben agua, comida. Algunos cierran los ojos al beber, otros comen en silencio. Se acuestan, dormitan. Es un momento de alivio pero también de reafirmación: han cumplido con su parte.

Después de las tres de la tarde inicia el viacrucis tradicional de Zitacua. Los jóvenes borrados dan un recorrido por la colonia. Persiguen simbólicamente a Jesús. La comunidad observa. Crucifican a su propio Cristo, pero sin apegarse al guión evangélico. De repente, echa el brinco al piso y se omite el resto del ritual de llevada al sepulcro. Seguirán bailando y bailando y bailando.

Samuel Conchas Carrillo, gobernador tradicional, tiene 26 años y también ha sido borrado, capitán, juez. Fue soñado para tener el cargo, como manda la costumbre. Su madre, Rogelia, recuerda cómo llegó a la colonia hace 35 años desde Santa María del Oro, huyendo de dificultades familiares. Encontró en Zitacua un lugar donde criar a sus hijos. Hoy, uno de ellos es gobernador. Rogelia se pone triste al contar que no pudo asistir a la ceremonia en que su hijo fue designado por estar enferma, pero que cada año colabora cocinando para los jóvenes participantes.

Zitacua fue fundada en 1987 por un grupo de marakames que vieron en este cerro un sitio sagrado. El gobierno donó las tierras. Desde entonces, la comunidad ha crecido con organización propia: un gobierno tradicional con gobernador, capitán, jueces, topiles. En la colonia conviven huicholes, coras, tepehuanos, mexicaneros. Cada grupo aporta su visión espiritual, y aunque hay diferencias de lengua o de costumbre, aquí se vive en armonía. La Judea es también un acto de unidad entre pueblos.

El kalihuey es el centro de la vida ritual. Aquí se celebra la Fiesta del Tambor, los nacimientos, los cambios de cargo. Aquí también se desarrolla la Judea. El esfuerzo de los jóvenes es teatro de masas, comunitario, pero también aerobic espiritual. En palabras de Samuel Conchas, “todo esto tiene su respeto y su valor”. El respeto también se extiende al espacio: nadie interrumpe, nadie se burla, nadie desacraliza. Es una regla no escrita que todos obedecen.

Los visitantes llegan, algunos por curiosidad, otros por devoción. La comunidad les ofrece comida, les comparte su historia. Hay quien se sorprende al ver a los jóvenes corriendo sin descanso, cubiertos de ceniza, gritando, danzando. No todos comprenden. Pero todos observan. La Judea en Zitacua no busca ser comprendida. Se vive y se permite que otros la vivan, aunque sea después de zumbarse unas quesadillas azules de chicharrón con agua de ciruela. Algunas familias que no son originarias también colaboran. En eso consiste la comunidad: en sostenerse unos a otros sin importar el origen.

Al final del día, los judíos bajan el ritmo. Comen, descansan. El cuerpo exige pausa. El alma, quizá también.

Si lo que ocurrió en Zitacua este viernes fuera un evangelio, no sería el de San Marcos ni el de San Lucas. Tal vez sería el de un evangelista de lengua wirrárica.

Marcó a Zitacua sueño de cinco maracate: Fundación en Los Metates

La fundación de Zitacua y su evolución cultural y de autogestión han sido estudiadas en tesis de grado de universidades nacionales y objeto de trabajo periodístico de la agencia EFE. Desde el cerro la colonia ve crecer la ciudad. Un artículo de Jorge Enrique González.

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