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miércoles, mayo 14, 2025
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La fe desnuda y la cáscara de la liturgia

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La ausencia de los fotógrafos contratados el Viernes Santo me hizo reportero y fotógrafo al mismo tiempo durante siete horas continuas en la Judea de Zitacua. Tal vez cualquiera lo podría hacer sin gran esfuerzo. El asunto es que este escribidor ni es buen reportero y es peor fotógrafo. Pero agradezco el abandono de los profesionales de la luz ese día, porque viví el ritual cora-huichol-mestizo con una emoción intensa.

El viacrucis evangélico de la feligresía católica de la demarcación se celebró antes de las doce en el centro ceremonial. Una vez escenificada la crucifixión, el cuerpo del muchacho de blanca piel en papel de Cristo fue bajado de la cruz y puesto a los pies de la joven María. Apareció ante mi Sony la tropicalización tepiqueña de la Piedad. La María de Miguel Ángel sostiene en su regazo, ligeramente agrandado por el escultor, el cuerpo de su hijo muerto; la nuestra acaricia el rostro del crucificado, mientras el cuerpo descansa en el piso de tierra. Quienes me conocen no necesitan que les confiese que se me rasaron los ojos ante la imagen. Admito que me conmueven hasta las lágrimas de las velas.

La anécdota viene a cuento porque Manuel Vicent remata un texto en El País con una pregunta que me sacudió cuando la leí. Cito textual, en espera de no violar derechos de autor:

“No es necesario ser creyente para quedar fascinado por la estética de ese desfile de cardenales que discurre con un ritmo muy medido bajo los frescos de Rafael. No crees en Dios, pero te saltan las lágrimas cuando en la noche sevillana oyes una saeta y ves pasar en medio del silencio al Cristo de los gitanos. No crees en Dios pero te estremeces al oír el Aleluya de El Mesías de Händel en una catedral encendida en oro por todas partes. No crees en Dios, pero guardas cinco horas de cola por ver un Papa muerto en una caja. Si te dan a elegir ¿qué prefieres, la fe desnuda o esta bellísima cáscara de la liturgia?”

Vicent, yo no prefiero, me urge una y gozo la otra. Necesito la fe desnuda de mis tiempos de formación sacerdotal, perdida con el trajín de la vida y la soberbia de la juventud. Pero ahora que no estoy en esa edad, quiero fabricar un reclinatorio para orar ante una pared desnuda al silencio del universo, aunque Dios se esconda con ahínco y se robalee siempre. Lo que nunca he perdido es mi admiración por los que tienen fe y por la belleza de la liturgia, la católica y la de todos los credos.  Les contemplo con un respeto absoluto. Y con envidia, por mi imposibilidad de atravesar la frontera entre el espectador y el participante.

Sentí enorme respeto por el Papa que debió llamarse Ignacio y prefirió tomar el nombre de Francisco. Ese solo hecho bastó en mí para confiar en su tarea renovadora en la institución más resistente al cambio.

No sé si los resultados del Cónclave desembarquen en una estética litúrgica que me llene de gusto si es coronado pontífice un cardenal que quiera echar reversa a los avances del argentino y colocarse en los tiempos preconciliares.

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