En el corazón del entramado político estadounidense, donde las decisiones de un solo hombre pueden trastocar el equilibrio global, la transparencia no es una opción: es una obligación. Por ello, resulta sumamente preocupante —aunque no del todo sorprendente— la versión que empieza a cobrar fuerza en ciertos círculos políticos y mediáticos de los Estados Unidos: que el presidente Joe Biden habría ocultado información relevante sobre su estado de salud durante su estancia en la Casa Blanca.
Las acusaciones, inicialmente lanzadas con estridencia por uno de los hijos del expresidente Donald Trump y respaldadas, según diversos medios, por algunos médicos y especialistas cercanos al Partido Republicano, configuran un escenario complejo que va más allá del chisme político o del golpeteo electoral. Estamos frente a una alegación que, de ser cierta, pondría en entredicho no sólo la integridad de un hombre, sino la salud institucional de la nación más poderosa del planeta.
El pueblo estadounidense —y en consecuencia, el mundo— merece claridad respecto a quién ostenta el control de los códigos nucleares, de las relaciones diplomáticas de mayor peso, de la macroeconomía que dicta la pauta global. No es menor la discusión. No estamos hablando de la dolencia de un burócrata local, sino de la capacidad física y mental del Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos.
Lo paradójico es que, en un país que se ufana de ser la cuna de la libertad de expresión y la transparencia democrática, el escrutinio sobre la salud de sus líderes ha sido históricamente opaco. Franklin D. Roosevelt ocultó la gravedad de su padecimiento hasta su muerte. John F. Kennedy sufría múltiples enfermedades que jamás salieron a la luz durante su mandato. Incluso Donald Trump, en su momento, fue acusado de manipular reportes médicos con la complicidad de su propio doctor personal.
En ese contexto, no sería descabellado pensar que la administración Biden haya optado por mantener en la penumbra cualquier señal de deterioro físico o cognitivo del mandatario, especialmente considerando que desde el inicio de su campaña en 2020 se encendieron las alarmas sobre su edad avanzada y sus lapsus ocasionales.
La política moderna, nos guste o no, se ha transformado en un espectáculo, y como tal, quienes ostentan el poder se ven tentados a controlar cada ángulo de la imagen pública, incluso si eso implica ocultar verdades que podrían poner en jaque la legitimidad del liderazgo.
Pero más allá del cálculo político, lo que aquí está en juego es el respeto a la ley y a la ética pública. De comprobarse que existió una estrategia deliberada para encubrir una enfermedad relevante del presidente Biden mientras desempeñaba sus funciones, estaríamos ante un acto de simulación gubernamental que raya en la traición institucional.
En Estados Unidos, como en muchas democracias consolidadas, existe el deber legal —no solo moral— de informar al Congreso y al pueblo sobre cualquier impedimento significativo que pudiera afectar la gobernabilidad del país. De hecho, la Enmienda 25 de la Constitución estadounidense prevé mecanismos para transferir temporal o permanentemente el poder presidencial en caso de incapacidad del titular.
Si esos mecanismos no se activaron por decisión del propio Biden o de su círculo cercano, aun cuando las condiciones lo ameritaban, estaríamos frente a una violación grave del espíritu constitucional que rige la vida política de ese país.
Ahora bien, que sea un miembro del clan Trump quien haya levantado la voz no convierte de facto en creíble la denuncia. La familia Trump ha demostrado reiteradamente su habilidad para manipular el discurso público con tal de ganar adeptos, sin importar la veracidad de sus dichos. El objetivo es claro: desgastar la imagen de Biden rumbo a una eventual nueva contienda electoral donde el propio Donald Trump pretende regresar a la escena como redentor ultraconservador.
Pero incluso si las intenciones son viscerales y de corte claramente partidista, no podemos desechar el fondo del señalamiento. En política, no sólo importa quién dice algo, sino si lo que dice tiene sustancia verificable. Y si hay médicos que han comenzado a hablar —más allá del entorno trumpista—, si surgen indicios documentales o testimonios que confirman que hubo una enfermedad silenciada, entonces la prensa libre y el sistema judicial estadounidense tienen el deber de indagar hasta sus últimas consecuencias.
A quienes observamos desde este lado de la frontera, nos queda una lección doble. Primero, que ninguna democracia está exenta del riesgo del encubrimiento y de la manipulación institucional cuando se trata de preservar el poder. Y segundo, que la transparencia sobre la salud de los gobernantes debe ser una exigencia ciudadana innegociable.
En México también hemos sido testigos de presidentes y gobernantes que han ocultado diagnósticos, que han simulado salud mientras despachaban con tratamientos agresivos a cuestas o eran sustituidos en secreto por sus allegados en decisiones clave. La falta de acceso a información veraz sobre el estado de salud de los mandatarios se traduce en una opacidad que debilita la confianza social, y alienta las teorías de conspiración que tanto dañan al tejido institucional.
Lo ocurrido —o por ocurrir— en Estados Unidos con Biden debe servirnos de espejo. Los líderes no pueden aferrarse al poder a costa de su salud ni de la gobernabilidad. Y los pueblos deben exigir saber quién los gobierna realmente, no sólo en el papel, sino en plena capacidad física y mental.
La democracia es frágil no porque lo sean sus leyes, sino porque quienes las ejecutan son seres humanos, muchas veces atrapados entre el ego y la presión del poder. Joe Biden ha sido, durante décadas, un político hábil, experimentado y perseverante. Pero si su estado de salud comprometió su desempeño y ello se ocultó deliberadamente, entonces su legado quedará marcado no por sus decisiones políticas, sino por la simulación.
Y si eso es así, el juicio más severo no vendrá de sus adversarios políticos, sino de la historia misma, que no suele perdonar las traiciones disfrazadas de prudencia.
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