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Volantín | Trump y la emboscada diplomática

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En el intrincado tablero de la geopolítica contemporánea, hay actores que entienden el poder como una forma de construir, dialogar y proyectar el entendimiento mutuo. Pero hay otros, como Donald Trump, para quienes la política internacional se reduce a una arena de espectáculo, donde lo que importa no es tender puentes sino generar titulares, donde la diplomacia es una herramienta para exacerbar tensiones y sembrar discordias.

La reciente visita del presidente sudafricano Cyril Ramaphosa a la Casa Blanca, marcada por una tensa confrontación con Donald Trump, no solo encendió focos rojos en el tablero de la diplomacia internacional, sino que además reveló una preocupante deriva en el uso político de narrativas incendiarias y simplistas sobre conflictos complejos como los que vive Sudáfrica. Y no debemos mirar el asunto con lejanía, como si nos fuera ajeno. Porque en el fondo, el eco de ese encuentro reverbera en la forma en que los pueblos construyen –o destruyen– sus democracias.

Desde el inicio, todo indicaba que la reunión entre los mandatarios tenía objetivos definidos: comercio, cooperación tecnológica y, en el mejor de los casos, un restablecimiento de relaciones tras meses de fricciones. Sin embargo, lo que ocurrió fue una emboscada mediática de alto voltaje, orquestada con la premeditación de quien no busca entender, sino imponer su versión de los hechos, y de paso, posicionarse como paladín de una causa que, aunque parcial y cuestionable, resuena con un electorado sediento de certezas fáciles y enemigos claros.

Donald Trump, fiel a su estilo confrontativo, no tardó en desviar la conversación hacia un tema espinoso: la situación de los agricultores blancos en Sudáfrica, a quienes calificó como víctimas de un “genocidio” tolerado –cuando no promovido– por el gobierno de Ramaphosa. Para sustentar su acusación, presentó un video editado con imágenes del líder opositor Julius Malema entonando una polémica canción, y luego desplegó una colección de noticias sobre asesinatos en zonas rurales sudafricanas. La escena fue tan teatral como escalofriante. Porque lo que debió ser un diálogo bilateral se convirtió en un juicio sumario sin derecho a defensa.

Trump, envalentonado, repitió una y otra vez palabras como “genocidio”, “matanza”, “confiscación” y “muerte”, acusando al gobierno sudafricano de ser cómplice en la supuesta persecución de la minoría blanca. Ramaphosa, visiblemente incómodo, intentó poner las cosas en contexto: la violencia en su país afecta a todas las razas, los datos policiales no avalan la tesis del exterminio blanco, y la expropiación de tierras sin compensación responde a una ley legalmente aprobada con fines públicos.

Pero la realidad, como suele suceder, fue eclipsada por la narrativa. Y en este punto es donde el fondo del asunto se torna más preocupante que la forma. Porque lo que Trump hizo no fue un simple exabrupto diplomático. Fue una declaración de guerra discursiva, con implicaciones que trascienden la coyuntura política. Es, en esencia, el uso de la tribuna presidencial más poderosa del planeta para propagar una versión maniquea y peligrosa de los hechos, con la que busca reposicionar su agenda ante un electorado conservador, rural y blanco que lo ve como protector ante las amenazas que cree percibir en el mundo exterior.

Sudáfrica, por supuesto, es un país con heridas abiertas. Su historia reciente está marcada por el trauma del apartheid, un régimen brutal de segregación racial que apenas concluyó hace tres décadas. La transición democrática ha sido larga, desigual y compleja. Persisten enormes brechas de riqueza, educación y acceso a servicios básicos, y el debate sobre la restitución de tierras a las mayorías negras, despojadas durante siglos, sigue siendo una herida sin cerrar. La ley de expropiación aprobada en 2024 responde a esa deuda histórica, aunque su implementación también despierta legítimas preocupaciones sobre derechos individuales y estabilidad económica.

¿Pero llamar “genocidio” al intento de corregir desequilibrios históricos? ¿Acusar al gobierno de Ramaphosa de promover asesinatos sin pruebas contundentes? ¿Producir un video para atacar al invitado de forma pública y humillante? Lo que vimos en la Oficina Oval no fue una conversación entre jefes de Estado. Fue un espectáculo cuidadosamente diseñado para alimentar una narrativa racista y conspirativa, disfrazada de preocupación por los derechos humanos.

Peor aún, la actuación de Trump parece parte de una estrategia más amplia: desde su regreso al poder, ha promovido un nuevo programa de “refugiados” destinado a sudafricanos blancos, bajo el argumento de que son perseguidos en su país de origen. Ya han llegado los primeros 59 afrikáners, y decenas de miles más han manifestado su interés. ¿Qué mensaje envía eso al mundo? ¿Que Estados Unidos ahora protege a los perseguidos… siempre y cuando sean blancos?

El discurso del miedo, del agravio selectivo, del nosotros contra ellos, ha vuelto a instalarse en el corazón del poder estadounidense. Y lo hace en un contexto global de polarización, donde muchos países enfrentan desafíos similares: desigualdad, resentimiento histórico, discursos extremistas que ganan terreno, y liderazgos incapaces de construir consensos duraderos.

México no está exento de esos peligros. Nosotros también tenemos heridas abiertas, agravios sin saldar, pueblos originarios marginados, desigualdades estructurales y una justicia transicional aún pendiente. También tenemos políticos que apelan al miedo, al resentimiento, a la confrontación. Lo que ocurrió entre Trump y Ramaphosa debe servirnos de advertencia: cuando el poder se usa para incendiar y no para unir, los pueblos terminan atrapados en trincheras ideológicas que anulan el diálogo, la empatía y la razón.

La comunidad internacional, por su parte, no puede quedarse muda ante este tipo de episodios. Si la diplomacia se convierte en un circo donde uno humilla al otro frente a las cámaras, estamos perdiendo los principios que deben regir el orden global: respeto, verdad, proporcionalidad, justicia. Sudáfrica merece críticas cuando corresponde, pero también merece ser escuchada en sus matices, sus dilemas y sus esfuerzos por reconstruir una nación diversa y profundamente dañada por su pasado.

Ramaphosa resistió con dignidad una embestida injusta. No alzó la voz, no se levantó de su silla, no cayó en provocaciones. Su postura serena, aunque contenida, contrastó con la estridencia de su anfitrión. Quizá no logró revertir la narrativa, pero mostró al mundo que todavía hay líderes dispuestos a dialogar desde la dignidad, y no desde el espectáculo.

En suma, lo ocurrido en Washington es más que un incidente diplomático. Es una advertencia sobre el rumbo que puede tomar el mundo si permitimos que el miedo y la manipulación ocupen el lugar de la verdad y el entendimiento. Y es también un espejo incómodo, que nos recuerda lo que está en juego cuando dejamos de escuchar al otro para solamente gritar nuestra versión.

Opinión.salcosga23@gmail.com

@salvadorcosio1

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