Se ha vuelto una costumbre que Hugo Sánchez se postule como entrenador de la Selección Nacional o de algunos clubes, cada vez que los técnicos en funciones se tambalean. Hace unos días pidió públicamente relevar a Gerardo Martino como timonel del Tri aunque faltan pocas semanas para el Mundial de Catar.
Genio y figura. Hay quienes piensan que una figura de su tamaño no debería andar promoviéndose de esa manera, pero Hugo piensa que tiene una voz autorizada para expresar lo que le venga en gana.
Ha pasado mucha agua debajo del puente desde que construyó su leyenda en los años ochenta con la camiseta alba del Real Madrid. Oleadas de aficionados lo convirtieron en su ídolo.
Primero tuvo que imponerse a los gritos xenófobos que le lanzaban desde las tribunas de los estadios españoles. Curtido había salido de la colonia Jardín Balbuena de la Ciudad de México, bajo el estruendo de aviones con el tren de aterrizaje destrabado. Ahí forjó su carácter y una personalidad yo diría orgullosa, más que petulante. ¿Pagado de sí mismo, ególatra? Puede ser. ¿O será que hablar de blasones e inflar el pecho quiebra nuestro proverbial agachismo?
Es el máximo referente histórico del futbol mexicano. Retirado momentáneamente de la dirección técnica, trabaja como comentarista de televisión y sigue proyectando esa imagen ganadora que lo convirtió en estandarte de todo un país, a nivel internacional.
A diferencia de otras figuras históricas del deporte mexicano, Hugo fue siempre un profesional en toda la línea, que pasó de largo ante las distracciones.
Tenía llave para cerrar el campo. Se quedaba a entrenar cuando todos se habían marchado. Machacón, perfeccionista, ensayó miles de veces sus remates acompañado de Jesús Ramírez y otros tipos tesoneros. Prototipo de la disciplina y los deseos de superación, fue dueño de una sólida construcción mental, lista siempre para competir al más alto nivel.
Nunca perdió de vista el objetivo que dio sentido a su filosofía: ganar a como diera lugar. Acrobático e intuitivo, conseguía goles de gran plasticidad, celebrados con una limpia voltereta, que era contorsión y era júbilo.
Con personalidad y carácter sacó siempre la casta, encaró a los maledicentes y un día logró al fin cambiar las lanzas por pañuelos blancos. Fue con aquel gol frente al Logroñés (señor gol, si se lee al revés) el domingo 10 de abril de 1988 en el Estadio Santiago Bernabéu de Madrid. Las gradas del mítico inmueble de La Castellana se convirtieron en un palomar de entusiasmo y admiración. Hugo midió el centro largo y abierto, antes de ejecutar una chilena impresionante. Otro tanto de parecidas características -una media tijera- le había marcado nueve años antes a Ricardo Antonio La Volpe en la cancha del Estadio Azteca. Entonces inició la encarnizada rivalidad entre el mexicano y el argentino.
Enemigo del malinchismo, sus opiniones siempre encendieron las alarmas, en un país donde la mayoría prefiere tirar por la calle de en medio.
Hugo es, en fin, la mejor muestra de que las metas se pueden alcanzar con esfuerzo y mentalidad triunfadora.

