Disentimiento concorde. A propósito de la autodenominada Cuarta Transformación

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Por José Luis Olimón Nolasco

Hace tiempo ya que he querido expresar en unas pocas “palabras” mi “disentimiento” —compatible con mi concordia de fondo— con el proyecto autodenominado —con amplia difusión y aceptación terminológica— “Cuarta transformación”, es decir, un proyecto de nación que, con base en el proyecto de la independencia [Hidalgo y Morelos], el proyecto de la Reforma [Juárez], el proyecto revolucionario [Madero y Cárdenas] busca llevar a México —encabezado por una sexta figura representativa— hacia una realidad soberana, igualitaria, libre de corrupción y de violencia, rectificando —haciendo rectas— las desviaciones de los proyectos anteriores que, en los cinco sexenios previos, han conducido a condiciones inaceptables de “intromisión extranjera”, desigualdad, corrupción e inseguridad.

Incursionando —un poco más— en el ámbito de la interpretación —no de la especulación— se puede decir que mientras los problemas de corrupción e inseguridad son los que se percibían como los de mayor urgencia y que requerían una “transformación moral” de quienes nos habrían de gobernar y una “transformación estratégica” que hiciera posible esas condiciones de seguridad que las dos administraciones previas habían sido incapaces de generar, la intromisión extranjera, especialmente en áreas claves para la soberanía —petróleo y electricidad, fundamentalmente— y la desigualdad agravada durante las administraciones “neoliberales”, pueden ser consideradas como ejes rectores de un proyecto de carácter nacionalista e igualitario, o dicho en términos que no me acaban de convencer pero que suelen utilizarse ordinariamente, de un proyecto nacionalista y de izquierda, por el acento puesto en el estado, lo social y la igualdad, a diferencia de los proyectos desviadores [y desvariados] con su acento en el mercado, lo individual y la libertad.

Personalmente, con-cuerdo [tengo un corazón común, comulgo ¡cómo no hacerlo!] con este y con cualquier proyecto que tenga como propósito liberar a una entidad determinada de la corrupción, la inseguridad y la desigualdad y, de alguna manera [“iuxta modum”, diría en latín —“con sus asegunes” en español “vulgar”] con un proyecto defensor de la soberanía nacional.

Sin embargo, sin que esto me lleve a considerarme “conservador”, “neoliberal” y, mucho menos “traidor a la patria” o —como solía decirse hace tiempo— “apátrida”, [aunque, eso sí, reconociéndome “fifí” después de obtener 9 puntos en el “fifiómetro”], di-siento del modo en que se ha venido haciendo realidad ese proyecto, y no solo porque cuatro años después de haberse iniciado los logros son bastante magros y en varios casos, se puede hablar incluso de retrocesos más que de avances, sino, sobre todo, por el modelo que lo sustenta, un modelo “populista”, cuya estrategia consiste, —como lo afirma Carlos Kenny en un artículo reciente— en “identificar las necesidades y carencias esenciales del pueblo, así como los resentimientos sociales para explotar las fallas de las políticas existentes, crear un enemigo común causante de todos los males, prometer igualdad entre la población y un gobierno paternalista que solucionará las penurias de los votantes”. Un modelo que, además, propone soluciones simplistas, verdades a medias, sataniza la riqueza y las aspiraciones, el pasado reciente y cualquier tipo de oposición o contrapeso, repartiendo dinero —personalizado en ambos extremos de la ecuación— a través de programas sociales universales.

No resulta difícil encontrar estas características del modelo populista en el proyecto de la Cuarta Transformación ya que el combate a la corrupción, a la inseguridad y a la desigualdad fueron detectadas, con precisión, como las necesidades más sentidas por la mayoría de la población y, consiguientemente, las situaciones correspondientes por transformar, mientras que el nacionalismo, si bien había venido a menos en tiempos recientes, seguía presente en el inconsciente colectivo después de varias décadas de insistencia en el “nacionalismo revolucionario”. En ese contexto, los gobiernos neoliberales emergieron como culpables principales de esos y muchos otros males, secundados por empresas extranjeras [particularmente españolas], medios de comunicación, organismos públicos autónomos y organizaciones de la sociedad civil, quienes fueron catalogados bajo los términos “conservadores”, “enemigos del pueblo” y “adversarios políticos”, a quienes, una vez derrotados, habría que impedirles —a cualquier costo— recuperar su poder y sus privilegios.

Como podía esperarse de un movimiento denominado de “regeneración” [que, en realidad, más bien parece de restauración, término, por cierto, que tiene significado inevitablemente conservador], entre los acentos concretos de este proyecto destaca, ante todo, la regeneración-restauración del poder del Estado [léase del Presidente], un poder mostrado desde antes de la toma de posesión con el anuncio de la clausura del proyecto del Aeropuerto de Texcoco [y la decisión de sustituirlo con el Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles] y, una y otra vez, con las acciones para sacar adelante proyectos de infraestructura [los proyectos prioritarios], de rescate de la soberanía energética [electricidad y petróleo], cambios legislativos —constitucionales e inconstitucionales— y, a partir de un “cambio de opinión”, un esfuerzo tenaz de posesionar a las Fuerzas Armadas —esas que volverían a los cuarteles— como aliados prioritarios para la realización, consolidación e irreversibilidad del proyecto, encomendándoles la seguridad pública, el cuidado estratégico de las fronteras y la migración, de aduanas, puertos, aeropuertos y dejando a su cargo la construcción, operación y usufructo de los beneficios de algunas obras prioritarias del sexenio como el AIFA y el polémico Tren Maya y, recientemente, alguna empresa turística.

Por si fuera poco, mi disentimiento —en el que no niego la posibilidad de proyecciones inconscientes que pudiera entrar en operación en lo que escribo— tiene también elementos que provienen de una sospecha fundada en la existencia de traumas sociales y personales que permean un modo personal de gobernar y que se pueden concretar en una frustración por no haber llegado al poder supremo con menor edad y mayor energía; en un resentimiento —compartido con un número muy importante de connacionales— derivado del gran poder acumulado por medio de la corrupción y por la acumulación y derroche de dinero por parte de las élites empresariales y políticas. En el ámbito más personal, broncas con el poder derivadas de dificultades con la figura paterna, esa que “ejerce en la familia el papel de primer representante de la prohibición y de la ley” y que muestra al sujeto que está llamado “a una realidad que no permite la total e inmediata realización de los deseos, y como llamado también a reconocerse con una carencia fundamental, que nada ni nadie podrá nunca colmar” y bronca con los bienes tangibles e intangibles que se muestra en las proclamas de austeridad y pobreza que contrastan con la decisión de vivir en “el Palacio”, en la bronca con los ricos acompañada de cercanía con los más ricos y en su relación problemática con la intelectualidad…

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