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Las horas buscan su reloj | Antes de hablar de la Ley Nacional de Simplificación y Digitalización

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Por Alfredo Delgadillo López

A estas alturas, es un problema pensar que la administración pública digitalizada es lo mismo que administraciones públicas que utilizan Inteligencia Artificial, pues la primera consiste únicamente en pasar del papel a lo electrónico como un espejo de la realidad, lo cual era novedoso hace décadas, no en el año 2025. Mientras E.U.A y China compiten por ser los líderes mundiales de IA, en México se celebra con bombo y platillo la propuesta de Ley Nacional de Simplificación y Digitalización.

La simple digitalización de documentos no constituye, en sí misma, una transformación digital. La primera consiste en trasladar los expedientes de los archivos físicos a los servidores informáticos; la segunda, en cambio, implica una reingeniería completa de los procesos administrativos, se trata de eliminar la burocracia innecesaria, aprovechar la automatización, cambiar mentalidad operativa y hacer que la relación entre ciudadano y Estado sea fluida, transparente, eficiente y colaborativa. Lo más importante, que las administraciones a través de la mejora permanente tengan como principio y fin el beneficio de las personas.

No obstante, el obstáculo no es meramente técnico. La transformación digital de la administración pública se sostiene sobre tres pilares fundamentales: infraestructura tecnológica, marco regulatorio y factor humano. Sin redes de alta velocidad, centros de datos seguros y sistemas interoperables, cualquier iniciativa digital estará condenada a la ineficiencia. Sin regulaciones claras que protejan la privacidad, garanticen la seguridad jurídica y establezcan mecanismos de transparencia, la confianza del ciudadano se diluirá. Pero, sobre todo, sin una nueva generación de servidores públicos con competencias digitales y sin una ciudadanía capaz de interactuar con estos sistemas, la modernización es “una crónica de una muerte anunciada”.

Otro desafío crucial es la soberanía digital. La dependencia de proveedores extranjeros para la gestión de datos y sistemas informáticos plantea riesgos significativos. Cuando las administraciones públicas externalizan sus plataformas tecnológicas sin desarrollar capacidades internas, se vuelven vulnerables ante crisis políticas, conflictos internacionales o simples cambios en los modelos de negocio de los proveedores. Construir infraestructura propia y fomentar el desarrollo de soluciones locales no es un lujo, sino una necesidad estratégica.

La brecha digital es otro punto neurálgico. La transformación digital no debe convertirse en un factor de exclusión social. No todos los ciudadanos tienen acceso a dispositivos, conexión estable o conocimientos suficientes para interactuar con plataformas digitales. Las administraciones públicas deben garantizar canales alternativos para aquellos sectores que no pueden adaptarse de inmediato. Es decir, tener siempre dos vías: la física y la digital, y que las personas decidan cual desean utilizar.

El caso de México resulta ilustrativo. A pesar de ser la segunda economía de América Latina, su posición en el Índice de Preparación Gubernamental para la IA ha descendido drásticamente: del puesto 22 en 2017 al 68 en 2023. Más que un retroceso absoluto, esta caída refleja la velocidad con la que otras naciones han adoptado las tecnologías digitales, dejando rezagadas a aquellas que no han sabido responder con la misma agilidad.

Insisto, hablar de digitalización en un 2025 no es nuevo, lo ideal sería ya estar hablando de Inteligencia Artificial en las gestiones públicas. Su aplicación permite reducir tiempos de gestión de manera drástica: lo que antes tomaba meses puede resolverse en días; lo que requería días, en horas; y lo que llevaba horas, en segundos. Pero la inteligencia artificial también plantea preguntas de fondo sobre privacidad, transparencia y equidad. Un algoritmo que decide sobre permisos, licencias o beneficios sociales no es neutral si se alimenta de datos sesgados. La auditabilidad y la rendición de cuentas deben ser imperativos en su diseño y aplicación. Eso es de lo que tendríamos que estar hablando.

Me despido con esta reflexión:

La transformación digital de la administración pública no es una opción, sino una obligación. El Estado debe evolucionar para no perder su capacidad de acción en un mundo donde las interacciones digitales son la norma. Pero esta transición debe realizarse con mesura y responsabilidad, asegurando que la tecnología fortalezca la democracia y el Estado de derecho, en lugar de erosionarlos.

Si a mayor desarrollo de tecnología es más amplia es la esfera de derechos y, por lo tanto, también la de obligaciones, entonces es indispensable que la creación, desarrollo y uso de tecnología en las gestiones públicas no pierda su sentido auténtico: servir a la sociedad para mejorar las condiciones de vida y desarrollo, es decir, ser un “medio”, no un “fin”, para la vida humana.

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