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miércoles, mayo 14, 2025
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Resistir en papel

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En la dictadura digital

Especial Meridiano-Sentido Común | Jorge Enrique González

Este miércoles pudo llamarse el miércoles del olvido. En su día, San Jorge, soldado mártir, se mostró nada taquillero aunque siga vigente en el santoral católico. Fue Día del Libro; no hubo rastro de políticas públicas que lo visibilizaran.

Fue un día cualquiera para los libreros: ventas idénticas a las de siempre. La única variante: la visita de este cronista y su escudero fotógrafo en un comercio de libros de segunda o tercera vida. Hicimos preguntas, obtuvimos respuestas. Compré un ejemplar de El poder y la gloria –pasta dura, sello del Círculo de Lectores, 130 pesos– y abrí la puerta a una historia local a dos voces.

En la dictadura digital, resistir en papel tiene en Tepic dos escuderos, esposos, que mantienen viva una librería de ejemplares de segunda mano. Es la lucha porque nada tenga un solo uso. Ni el papel. Ni los libros.

Silvia Nelly Godínez Robles (Tepic, 64 años), sostiene el negocio con la firmeza de quien ha pasado la vida entre palabras. Olallo Reyes López (Xalapa, Veracruz, 73 años), gestiona el otro local con idéntica pasión. Juntos forman El Mundo de los Libros, dos espacios contiguos en la calle Bravo 129 Poniente, zona de moteles, cantinas y sexoservicio tolerado. Un oasis entre mercancía tolerada, negocios formales y economía informal.

Ella se ocupa de las novelas, la poesía, los infantiles. Él de los universitarios, los técnicos, los manuales especializados. Cada cual sabe dónde empieza su reino y dónde termina el del otro, pero ambos coinciden en el punto crucial: el libro como forma de resistencia.

–Yo también soy librera, ¿eh? –advierte Silvia en cuanto las preguntas se inclinan sólo hacia su esposo. –Siempre nos apartan a las mujeres. Aquí mandamos los dos.

Su voz no busca dominar; reclama justicia mínima. Durante años, explica, la pareja acumuló libros en casa; cuando abrieron un bazar en 2011 y se quedaron sin televisiones ni electrodomésticos para vender, el papel tomó el control. Los primeros en salir fueron unos Benedetti subrayados, testigos de lecturas compartidas. La clientela respondió. “Más venta de libros que de lo electrónico”, resume Silvia. Ella vendía desechables. Cambió de giro.

Olallo recuerda que muy pero muy joven cargaba cajas de ejemplares a La Lagunilla, Ciudad de México. Tendía una sábana, alineaba los lomos y esperaba a los curiosos. La escena, dice, se repite aquí a menor escala: “El tráfico nos anuncia gratis”, comenta, mientras señala los taxis y camiones que ruedan sin pausa frente al escaparate.

La librería huele a polvo dulce, mezcla de papel viejo y cola de encuadernar. Pinceles para limpiar lomos, piezas caseras donde Silvia cura libros destripados. “Hospital de libros”, propongo como servicio adicional, mientras ella muestra ejemplares recién reforzados. Cambia solapas rotas, adhiere cartón delgado al interior de las tapas, reaviva pegamento en lomos flojos. “Damos segundas vidas”, remata.

Cada día reciben de ocho a diez personas. Estudiantes de secundaria cazan lecturas obligatorias; madres husmean cuentos para niños; abuelos buscan pistas de la Revolución Mexicana o manuales de péndulos para encontrar tesoros imaginarios. Si alguien se lleva un libro sin pagar, Silvia encoje los hombros: “Ojalá lo lean”.

En los estantes cabe el mundo: Cortázar junto a revistas de tejido, enciclopedias de 1984, manuales de costura, colecciones de bolsillo, best sellers gastados y volúmenes en piel. Algunos títulos llegan en donación; otros, en camionetas cargadas de la biblioteca de un difunto. “En lugar de venderlos como cartón, los traen aquí”, comento. Ella confirma. Cada libro hallará otro dueño, otras manos, otros ojos. Será una segunda vida, una tercera exitencia para ejemplares que fueron leídos alguna vez o permanecieron sin hojear en libreros que fueron panteones domésticos donde empacados todavía durmieron el sueño de los justos.

–Empezamos con quince ejemplares; ahora habrá más de tres mil –calcula Olayo. La cifra suena modesta si se miran las paredes: doble fila de títulos, pilas tambaleantes en el suelo, manuscritos esperando diagnóstico.

El videorreportaje de Sentido Común los muestra como rareza urbana: la única librería de usado en Tepic. No estoy seguro que así sea. Mi memoria registra alguna más, tal vez más pequeña. Esta crónica se nutrió asimismo de esa pieza para recrear ambientes y voces. Silvia aparece recomendando clásicos latinoamericanos; Olallo enumera los textos académicos que llenan su parte del universo.

Fuera del local, el mundo digital también cuenta su historia. En Facebook, la página de la librería suma más de dos mil 400 seguidores –según el propio perfil– que comparten reseñas, fotografías de estanterías recién ordenadas y promociones modestas: “Trae a tus niños para que elijan su regalo del Día del Niño. ¿Qué mejor que un libro?”, publicaron hace unos días. Una imagen muestra a Silvia posando junto a un lote de cuentos ilustrados. En otra entrada, Olallo ofrece manuales de ingeniería mecánica y álgebra.

Las redes sirven como altavoz: un video filmado por un medio local invita a “incentivar el hábito de la lectura” y registra el teléfono fijo de la librería (+52 311 134 3563) para pedidos a domicilio. Desde esos mismos muros virtuales, la pareja anuncia que compra bibliotecas completas, restaura Biblias y acepta trueques. Las publicaciones viajan por la red y alcanzan universitarios, maestros jubilados, buscadores de sagas juveniles y coleccionistas de ediciones raras.

Silvia explica que, mediante la página de Facebook, los lectores preguntan precios y reservan ejemplares; ella aparta el título en cuanto confirman su interés. Dice que no entiende gran cosa de redes, pero que funcionan: “Cuando subimos foto de libros infantiles, al rato ya vienen por ellos”, explica. Olayo asiente y agrega que algunos compradores llegan desde poblados cercanos sólo porque vieron un post con un tomo de medicina agotado en librerías oficiales.

Olallo explica que llevan un registro manuscrito de cada pedido y resume con orgullo: “Aquí seguimos en papel”.

Silvia cuenta que, entre los comentarios de la página, abundan lectores que regresan para agradecer hallazgos inesperados y revivir viejos recuerdos. “Eso nos mantiene vivos”, confiesa; no se refiere al dinero –aunque ayuda– sino al eco de la comunidad: saber que cada volumen, por modesto que sea, encuentra un lector con el que pactar otra vida.

–¿No leen menos ahora? –pregunta el cronista.

–No, sólo tienen menos dinero –responde Olallo. Muchos recurren al PDF, asegura, pero el amante del papel persiste: quiere el objeto, el olor, el peso. Quiere formar un librero y poseerlo.

Silvia asiente. Dice que los maestros de primaria mandan leer 300 páginas y que eso mueve ejemplares infantiles. “Se lee”, repite, contra la idea del desierto cultural.

La fecha marca 23 de abril, Día Mundial del Libro, pero en Tepic la conmemoración pasa inadvertida. No hay rosas ni ferias callejeras. En el local tampoco hay rebajas. Sólo la rutina: entran algunos clientes, hojean estantes, preguntan precios y se marchan con algún título bajo el brazo.

Voy al local de Olallo y me muestra el ejemplar de 1876 de la Librería de A. Bouret e Hijo. Es el Curso de Derecho Natural. El dato curioso: fue dedicado en Toluca, un día como ayer, el 23 de abril de 1909, por Teodoro Alcocer a Jacinto Barrera, a quien llama hermano.

Antes de irme pregunto si planean jubilarse pronto.

El libro tiene milenios –responde Olallo–. Imposible que desaparezca.

–Y mientras haya libros –añade Silvia– tendremos trabajo y compañía.

Afuera continúan los taxis, los hoteles sin clientela matutina, el murmullo de la ciudad. Adentro, Silvia y Olallo inician labores un 23 de abril cualquiera en espera de clientes.

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