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lunes, mayo 12, 2025
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Se hablaba de Tepic en el mundo del siglo XIX

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Especial Meridiano | Jorge Enrique González

Desde casi niño he sido reportero, a veces todos los días, en temporadas una ocasión en años. Los eventos oficiales casi siempre me han parecido aburridos y tengo la sensación de que los asistentes van a fuerza. Es una deducción subjetiva al ver sus rostros, sus miradas de borrego triste y sus bostezos contenidos. Este viernes, en Bellavista fue la excepción. Por la mañana había emoción y por la tarde continuó en la hora “del mal del puerco” en que ni los enamorados esbozan una sonrisa.

Durante la sesión vespertina del primer módulo del Diplomado Rescate de las Memorias Comunitarias de Nayarit, Pedro Luna Jiménez y Javier Berecochea ofrecieron un recorrido apasionado y crítico por la historia regional, recordando la importancia de rescatar no sólo los grandes relatos, sino también los archivos invisibles que sostienen la memoria local.

Pedro Luna, investigador de la Universidad Autónoma de Nayarit, trazó las grandes líneas que han definido el pasado nayarita: la conquista y el dominio hispano en un territorio de baja densidad poblacional, la consolidación de una ganadería que alimentó a los centros mineros novohispanos y el papel estratégico de San Blas como puerto de expansión colonial. “Siempre pensamos que la ganadería era cosa de Jalisco”, explicó, “pero ocho de cada diez cabezas que iban a los centros mineros salían de nuestra región”.

Con anécdotas salpicadas de humor y ejemplos que nacen del contacto directo con los archivos, Luna reivindicó la necesidad de mirar al occidente de México con ojos propios, lejos de los esquemas centralistas que monopolizan el relato nacional. “Para cada afirmación categórica —advirtió— existe un matiz que sólo los documentos permiten descubrir”.

Uno de esos matices fue el papel de San Blas como puerto de expansión colonial. Desde ahí partieron las expediciones que poblaron de misiones franciscanas la Alta California. La apertura del puerto, en 1768, impulsó un crecimiento demográfico que transformó Tepic: de 1,200 habitantes en 1765 a más de 3,000 en 1772. “El puerto no sólo conectó a Tepic con el Pacífico”, señaló Luna, “sino que lo lanzó al mundo”.

Más allá de los procesos económicos, Luna recordó la importancia de las misiones jesuitas y franciscanas en la Sierra Madre Occidental, la expansión de conventos y haciendas, y la formación de una identidad cultural que, aún hoy, palpita en los pueblos originarios. “Memoria es todo: son las haciendas, son los conventos, son los calendarios festivos que seguimos celebrando”, dijo. “Ese pasado, aunque a veces queramos despedirnos de él, no se despide de nosotros”.

Javier Berecochea, empresario atinado y apasionado investigador histórico, complementó la exposición sumergiéndose en las redes comerciales que conectaron a Nayarit con Asia y América durante el siglo XIX. Narró cómo, tras la ruptura comercial con España en 1823, comerciantes de Tepic organizaron una expedición a China en 1826, abriendo una ruta que permitió a la región capitalizarse mediante el comercio directo con Macao, Hong Kong y Cantón.

“El barco Brillante fue el primero en llegar a China con bandera mexicana”, relató, recordando que esta expedición significó para Tepic una fuente de riqueza propia, al margen de la antigua metrópoli. De esa época surgieron fortunas locales, fábricas textiles como Bellavista, ingenios como Puga, y una inesperada conexión internacional que situó a Tepic en los circuitos globales. “De Tepic se hablaba en China, en Francia, en Alemania”, afirmó, “y no es una exageración: los documentos están ahí para demostrarlo”.

Berecochea es bellavistense propietario del restaurante Los Telares. Ha reconstruido estas rutas a partir de archivos dispersos en México, España, Francia y Estados Unidos.  Insistió en la importancia de las fuentes documentales como única manera de sostener una memoria histórica rigurosa. “Un acta de matrimonio te puede decir de dónde vino un ingeniero que construyó una fábrica”, explicó. “Un protocolo notarial puede narrar la historia de una hacienda entera”.

Citó casos concretos: familias panameñas asentadas en Tepic, ingenieros belgas que diseñaron fábricas locales, comerciantes filipinos establecidos en San Blas. Cada dato recuperado —señaló— no sólo enriquece la historia, sino que transforma la imagen de una región que no fue periférica, sino central en la construcción de un México moderno.

Ambos ponentes coincidieron en que sin archivos, sin protocolos notariales, sin actas de nacimiento y defunción, la historia se desdibuja o se convierte en mito. De ahí la urgencia de proteger, catalogar y difundir los documentos dispersos en oficinas públicas, parroquias, casas particulares o colecciones olvidadas.

“El archivo no es para guardarlo: es para activarlo”, subrayó Luna. “Los documentos tienen que volverse crónicas, libros, conocimiento vivo”.

En ese sentido, insistieron en que el rescate archivístico no es tarea exclusiva de especialistas. “La historia ya no es sólo de los viejos cronistas”, recordó Luna. “Ahora también los jóvenes, los estudiantes, los maestros, pueden construir la memoria de sus comunidades”.

La pasión compartida por el rescate documental, sin embargo, no oculta la dificultad de la tarea. “A veces es como pescar en el mar: puedes pasar horas sin encontrar nada”, confesó Berecochea. “Pero cuando sale un documento importante, entiendes que cada minuto de búsqueda valió la pena”.

El espíritu que animó esta sesión vespertina fue claro: no se trata de acumular documentos por nostalgia, sino de construir, a partir de ellos, relatos que devuelvan a las comunidades su propia memoria. Un rescate que es también un acto de dignidad.

Como advirtieron Luna y Berecochea, quizás hoy no sea necesario atravesar una guerra para salvar un archivo, como ocurrió en Chiapas en 1994. Basta el olvido, la negligencia o la ignorancia para que se pierdan siglos de historia. El desafío está en aprender a mirar esos viejos papeles, no como polvo del pasado, sino como semillas del futuro.

Porque rescatar la memoria no es nostalgia sin plusvalía: es un acto de responsabilidad. Guardar los vestigios del pasado es también defender el derecho de las futuras generaciones a comprenderse a sí mismas.

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