La política, al igual que la historia, suele transitar en círculos. Y en el caso de Argentina, la gestión de Javier Milei —presidente autodenominado “anarcocapitalista”, que a cada paso demuestra más su vena autoritaria que liberal— parece empecinada en reescribir capítulos pasados con la tinta de la exclusión. Esta vez, bajo la bandera de una reforma migratoria que no sólo endurece el ingreso y permanencia de extranjeros en suelo argentino, sino que también reaviva los peores fantasmas de discriminación y nacionalismo rancio.
La denominada “Reforma migratoria” de Milei ha encendido una candente polémica tanto dentro como fuera del país austral. Anunciada con estridencia por los voceros oficiales y celebrada con alborozo por sectores ultraconservadores, la reforma en cuestión ha sido presentada como una herramienta para “proteger al ciudadano argentino”, “combatir la delincuencia importada” y “evitar el uso indebido de recursos públicos por parte de personas que no han contribuido al sistema”. Argumentos que, bajo una óptica engañosamente técnica y de seguridad, ocultan un claro viraje ideológico hacia la criminalización de la pobreza migrante.
Y es que, más allá del ropaje legal que se le pretenda colocar, lo cierto es que la medida retoma y profundiza el decreto 70/2017 del expresidente Mauricio Macri —ya declarado inconstitucional por la Corte Suprema argentina—, devolviendo al Ejecutivo la potestad de expulsar extranjeros sin necesidad de procesos judiciales exhaustivos. En otras palabras: si el Gobierno considera que un migrante representa una “amenaza” o incurre en una falta administrativa o penal, puede ser deportado de forma exprés, incluso si tiene arraigo familiar o años residiendo legalmente en el país.
La narrativa oficial insiste en que se trata de medidas “necesarias y urgentes” para garantizar el orden, reducir la criminalidad y asegurar que el sistema de bienestar social no se vea desbordado. Pero los datos —si se los analiza con honestidad— cuentan otra historia. La participación de inmigrantes en delitos en Argentina no supera el 6%, según estadísticas del propio Ministerio de Seguridad. Y muchos de los migrantes a los que se quiere expulsar son trabajadores que contribuyen activamente a la economía informal o sectores claves como la construcción, el cuidado, la gastronomía o los servicios.
La pregunta, entonces, no es si los inmigrantes representan un problema —porque no lo son en términos reales ni estadísticos—, sino por qué se los quiere convertir en el chivo expiatorio de una crisis económica y social que tiene raíces mucho más profundas: inflación desbordada, ajuste fiscal brutal, desempleo creciente y un modelo de gestión que parece más interesado en agradar al Fondo Monetario Internacional que en proteger a su propio pueblo.
El giro migratorio de Milei, además, no debe analizarse de forma aislada. Forma parte de una arquitectura más amplia de “reformas estructurales” —más bien deconstrucciones institucionales— que buscan desmontar el aparato estatal, privatizar los bienes públicos y desmantelar cualquier forma de protección social. Bajo esa lógica, los migrantes no sólo sobran, sino que molestan: son los “otros” que no encajan en un esquema donde la solidaridad y la inclusión se consideran rémoras del populismo, y donde la única medida de valor es la rentabilidad individual.
Es imposible no recordar, desde nuestra trinchera latinoamericana, cómo estas mismas fórmulas han sido ensayadas en otros momentos y lugares: desde las políticas antinmigrantes de Donald Trump en Estados Unidos, hasta el trato infame a haitianos y venezolanos en países hermanos. Lo que Milei propone —y ya empieza a ejecutar— no es más que una copia mal disimulada de esos modelos excluyentes, que disfrazan de orden lo que es pura xenofobia institucional.
Lo preocupante es que estas medidas no sólo generan un efecto inmediato de persecución y temor en las comunidades migrantes, sino que además abonan el terreno para una peligrosa normalización del discurso de odio. Cuando desde el poder se legitima la idea de que el extranjero es culpable por default, se abre la puerta a todo tipo de abusos, estigmatizaciones y violencias. El Estado, en lugar de ser garante de derechos, se convierte en agente activo de exclusión.
Resulta doloroso que una nación como Argentina —históricamente forjada por oleadas de inmigrantes italianos, españoles, sirios, libaneses y de tantas otras latitudes— olvide su propia esencia y reniegue de su legado multicultural. No hay que olvidar que incluso en los peores momentos económicos, el país fue refugio de miles de latinoamericanos que huían de dictaduras, guerras o hambrunas. Convertir a esos hermanos en enemigos internos es una traición a su historia y a su humanidad.
Desde esta tribuna de reflexión, no podemos dejar de señalar que las verdaderas amenazas para Argentina no vienen en pateras ni en colectivos transfronterizos. No son los vendedores ambulantes ni los trabajadores golondrina los que vacían las arcas públicas. Son las malas políticas, la corrupción estructural, la especulación financiera y la falta de un rumbo claro lo que devasta el presente y hipoteca el futuro del país.
Es urgente, por tanto, alzar la voz frente a esta regresión autoritaria. Defender los derechos de los migrantes no es sólo un acto de justicia, sino también una defensa del proyecto democrático. No hay libertad posible en una sociedad donde se persigue al diferente, donde el poder se ejerce sin contrapesos y donde se reemplaza la ley por el capricho ideológico.
Si Milei realmente quiere defender la libertad, debe empezar por respetar los derechos humanos. Si su gobierno aspira a la eficiencia, debe enfocarse en generar trabajo digno, no en deportar obreros. Si en verdad ama a su patria, debe recordar que Argentina se engrandece cuando abraza, no cuando rechaza.
Porque al final, como bien decía José Martí: “Patria es humanidad”. Y una nación que olvida eso, corre el riesgo de perderse a sí misma.
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