Por María del Socorro Sánchez Miramontes*
Barbie se encuentra más que nunca bajo los reflectores, la “Barbie-manía” se ha apoderado de los espacios pintándolos de color rosa y aunque una quisiera sustraerse a su influjo, suavecito, sin darnos cuenta, nos atrapa y remonta a nuestra infancia.
También en mi niñez era la muñeca más deseada, su belleza apabullante y el mundo perfecto que representaba nos hacía desearla a toda costa; sin embargo, para muchas niñas (donde me incluyo) era inimaginable tener una original, considerando las condiciones económicas en una familia con un padre obrero y cuatro hermanos.
Pero bueno… ¡Los papás! Esos seres que amamos y hacen lo indecible por sus hijos, cumplieron el deseo de su tercera hija y en una Navidad recibí el anhelado juguete. Se trataba de la Barbie peinado mágico, la cual venía con varios accesorios que permitían peinar de mil maneras sus rubios, sedosos y largos cabellos. Esos días de juego bastaron para darme cuenta que la diversión estaba en un mundo que no era color de rosa, que hacer peinados para una muñeca no se comparaba con las tardes que pasaba con mi hermano intentando aprender a montar la bicicleta, o que nos escapábamos para irnos a bañar al tanque escondiéndonos de mi mamá, o los deliciosos momentos en que con unas poquitas monedas podía rentar los cuentitos de Kalimán y de Archie en la plaza de Ixtlán del Río. Barbie quedó en el olvido.
Al paso de los años, durante la universidad, conocí una muñeca adorable e insustituible cuyo pelo jamás podrá peinarse, usa un solo vestido color rojo y tiene por nombre Mafalda. De su influjo, no me he querido sustraer.
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*Servidora pública federal