“Solo quien la carga, sabe el peso de la cruz”. Esta frase resuena con fuerza cada 8 de marzo, cuando miles de mujeres en Nayarit y el resto del país se agrupan para exigir justicia, visibilidad y, sobre todo, respeto a una realidad que no es nueva, pero sigue siendo incomprensible para muchos. Como cada año, la marcha del 8M se convirtió en un acto necesario, un grito al que nadie puede permanecer indiferente, ya que a veces, este día es el único que las visibiliza.


Nayarit, al igual que otras entidades, se viste de luto y lucha. Para descontento de unos y beneplácito de otros, el bloque negro se convirtió en el puño alzado para llamar la atención en las calles, con el mismo destino de siempre (como señalan despectivamente en redes sociales) pero esos lugares son aquellos sitios que, por años, han ignorado las demandas más urgentes de la sociedad: la justicia, la seguridad y el respeto a los derechos de las mujeres. Las instituciones y algunos comercios se convirtieron en blancos de una furia que, lejos de ser irracional, tiene su razón más profunda en las cifras que no mienten.



De acuerdo con la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares (ENDIREH) 2021, Nayarit se encuentra entre los estados con alarmantes cifras de violencia hacia las mujeres. El 68.2% de las mujeres mayores de 15 años han experimentado algún tipo de violencia, ya sea física, psicológica, sexual, económica o patrimonial, a lo largo de su vida, mientras que un 41.3% ha sufrido estas agresiones en los últimos 12 meses. Estos números se repiten en los diferentes ámbitos: desde las aulas, hasta el trabajo, pasando por la comunidad y, tristemente, el hogar.
La violencia sexual en la comunidad afecta a un 35.7% de las mujeres, y un 39.9% ha experimentado violencia por parte de su pareja a lo largo de la relación. Además, la violencia de género no distingue edad. De las mujeres mayores de 60 años, el 15.6% ha sido violentada en el último año. Las cifras, frías y desgarradoras, son sólo una parte de la realidad que enfrentan muchas de las mujeres que participaron en la marcha. Ellas, como miles más, tienen que cargar, día a día, con ese peso, con esa cruz que, aunque invisible, es un lastre palpable en cada una de sus vidas.





En el caso específico de Nayarit, el malestar es profundo. En las marchas, la protesta se dirige a las instituciones que deberían proteger a las mujeres y que, en muchos casos, han fallado en su tarea o han hecho omiso su labor. Escaparates de diversos negocios se convirtieron en un símbolo de la indiferencia ante el sufrimiento de tantas, recordando casos trágicos que no deben ser olvidados, por ello fueron “dañados”.
Uno de los episodios más significativos que marcó el repudio hacia las empresas, fue el feminicidio de Angélica Trinidad Romero Severiano, quien trabajaba en una tienda Liverpool en la Ciudad de México. La protesta se concentró en los escaparates de algunas de sus sucursales, donde el daño causado por los colectivos feministas no fue sólo físico, sino también un grito de justicia que sigue sin respuesta. El caso de Angélica, como otros similares, demuestra cómo el silencio de las instituciones frente a la violencia estructural se convierte en complicidad.
En 2010, un trágico incidente en una sucursal de Coppel en Sinaloa, dejó una huella imborrable. Cinco trabajadoras murieron en un incendio debido a las pésimas condiciones de seguridad, mientras que las puertas y ventanas fueron cerradas por fuera con candados, lo que les impidió escapar. La tragedia evidenció la falta de protocolos de seguridad y la negligencia de las empresas. Y aunque se inició una investigación, las víctimas siguen esperando justicia.









El 8 de marzo, como cada año, las mujeres de Nayarit y el resto del país se lanzan a las calles no sólo para recordar sus luchas, sino también para exigir que este sufrimiento, esta violencia que las define, deje de ser la constante en sus vidas. El peso de la cruz, como se dice, sólo lo saben ellas. Ellas lo cargan en silencio, a menudo callado, durante 364 días al año. Pero en el 8M, su dolor se convierte en grito. Un grito que no se puede callar, que exige justicia, que exige un cambio real, que clama por una sociedad más equitativa, donde las mujeres puedan vivir sin miedo y con dignidad.
La marcha del 8M es solamente una parte de una lucha constante, que exige ser escuchada. Aunque algunos lo consideren vandalismo, los medios, no debemos ser indiferentes ante estos acontecimientos, no denominarlos de manera despectiva, mejor, recordar todo aquello que se vive, no hacer caso omiso de las desapariciones, de los feminicidios, puesto que, con el paso del tiempo, y con el avance digital, pareciera que no se tiene memoria a largo plazo. Para muchas mujeres es una exigencia legítima, un recordatorio de que el feminicidio, la violencia y la discriminación siguen existiendo y siguen sin ser erradicados, continúan presentes en el día a día.