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viernes, abril 18, 2025
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En Definitivo | Las otras culturas mexicanas

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“¿A poco te viniste solo en el camión, primo? Ponte trucha, porque dicen que andan levantando jóvenes en la central para llevárselos de sicarios”, “No te preocupes primo, creo que con mi edad y mi físico no cumplo con el perfil que andan buscando”, respondí entre risas y le di un trago más a mi cerveza. Estaba en Guadalajara, de visita con unos primos, hace más o menos un mes.

Era una plática banquetera de esas en las que se habla de todo y nada a la vez. Nunca imaginé que detrás de aquella interacción se escondía una de las historias más horripilantes que se han descubierto en México, la cual se ubicaba más o menos a una hora de dónde nos encontrábamos.

Lo de Teuchitlán no es un hecho aislado, ni algo que surgió de repente. Es parte de todo un complejo sistema creado por el crimen organizado para satisfacer la demanda que no sólo la producción y venta de los narcóticos requiere, sino también para continuar con esa guerra silenciosa de la que preferimos no hablar. La omisión también se hizo parte de nuestra cultura, una cultura de impunidad y miedo de la que todos formamos parte.

En mi navegación habitual de redes sociales, he encontrado diversas publicaciones que buscan impulsar el asombro hacia el hallazgo que realizó el colectivo de Guerreros Buscadores de Jalisco. Esfuerzos por intentar darle magnitud a esta escena que como mi compañero Diego Mendoza y otros tantos rememoraron: “Parecen fotografías sacadas de Auschwitz”. Quizá la diferencia más grande podría ser que hoy la mayoría de alemanes se avergüenzan de este hecho, mientras que en México existe toda una cultura que se enorgullece de este entramado.

La “escuelita del terror” como también han llamado a este campo de exterminio en el Rancho Izaguirre, nos ha recordado la normalización que existe de la violencia y el horror en nuestro país. Una noticia que en otras naciones generaría un escándalo digno de hacer renunciar a todo un gobierno, en México parece apenas causar conmoción. ¿Qué nos ha llevado a esto? Retomar a Pierre Bordieu pudiera darnos una aproximación.

Cómo lo mencionamos anteriormente, el crimen organizado traducido en narcotráfico ha encontrado la manera de integrarse en todo el aparato social de nuestro país. Cuenta con notable capital económico, social, simbólico y cultural, que le ha permitido llegar a sustituir al Estado en algunos territorios, conquistando eso que alguna vez Max Weber llamó el monopolio de la violencia. Es decir, es tal la debilidad del Estado en algunas zonas del país, que la violencia legítima parece ser una herramienta exclusiva de quienes controlan la plaza.

Y no sólo eso, la corrupción y las narrativas que legitiman su accionar, han llevado a nuestro país a elevar a la impunidad a un tema de cultura, al borde de que no solamente los delitos relacionados al crimen organizado no sean denunciados, sino a que incluso en los hogares 9 de cada 10 episodios de violencia familiar no lleguen a convertirse en un caso penal.

Esta era de cooptación al Estado y de infiltración de la sociedad, ha provocado que quienes estamos alienados al sistema, aceptemos y normalicemos ciertas conductas, como el hecho de banalizar en una plática de cervezas banqueteras los rumores que desde hace meses en Jalisco apuntaban al campo de exterminio de Teuchitlán.

Sin embargo, dentro de este oscuro periodo de nuestra nación existen resistencias que lejos de crecer una cultura de miedo o impunidad, apuestan por una cultura de dolor. Los colectivos de búsqueda de personas desaparecidas han surgido como una resistencia a esta normalización de la violencia. Conformados principalmente por familiares de personas desaparecidas, han logrado visibilizar la terrible situación que enfrenta el país, no sólo descubriendo y difundiendo la localización de restos humanos, fosas clandestinas o en este caso campos de exterminio, sino incluso creando una memoria histórica que haga que las futuras generaciones no olviden la terrible realidad que hoy enfrenta nuestra nación.

No obstante, estos colectivos no solamente enfrentan los retos que conllevan luchar contra toda esta narrativa sistemática del crimen organizado. Tienen que luchar contra una sociedad que ha normalizado el dolor de las desapariciones por la frecuencia con que estás ocurren alrededor de todo el país y también tienen que enfrentar la narrativa del Estado, que en algunos casos para justificar su ausencia, tergiversan los discursos sobre los desaparecidos, con el típico “andaban en malos pasos” e incluso ofrecen su “mano amiga” para apoyar con transporte, guardería o recursos a los colectivos como sucede en Jalisco, o en el peor de los casos con palas y cubetas, como sucedió en Guaymas, Sonora, hace algunos años.

¿En qué momento el Estado no sólo ha normalizado violencia, sino que incluso la ha institucionalizado a tal nivel de cargar la responsabilidad de encontrar a los desaparecidos a los dolientes de los mismos?

Casos como el Teuchitlán, en el que se acusa una evidente omisión de las autoridades, sólo exhiben este deterioro del Estado como autoridad legítima, y suman a una cultura que más allá del dolor apunta a una resignación. Hoy más que nunca los colectivos de búsqueda de desaparecidos necesitan apoyo, pero no para continuar con su labor en campo, sino para ejercer una presión verdadera en las autoridades, que de justicia real a quienes han sido víctimas de esta estructura criminal.

Los rituales de dolor que conllevan las manifestaciones y memoriales son importantes, pero es más importante la exigencia de una reestructuración institucional que evite que la revictimización, promueva una memoria histórica y ofrezca soluciones reales de justicia en el país de la impunidad.

EN DEFINITIVO… La banalización o normalización de la violencia en nuestro país debe parar. Pero cada vez es más difícil enfrentar a un sistema que tiende a volver espectáculo todo aquello que exhibe sus males. Teuchitlán corre el riesgo de convertirse en otro espectáculo mediático como en su momento fue Ayotzinapa.

Habrá que voltear a ver que ha hecho el mundo y considerar que el Rancho Izaguirre se convierta en el Auschwitz mexicano, que reivindique su imagen y se erija como un lugar abierto al público que preserve la memoria histórica de aquello que como país debe avergonzarnos y dolernos. Es tiempo de que el mundo deje de ver la violencia como parte de nuestro folklore nacional, y así evitar que el capital genere más contenidos como los narcocorridos o la película de Emilia Pérez que tanto han sido criticados. 

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