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sábado, junio 14, 2025

Reyes y Buendía

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Dueños de un ego monumental, argentino, el encuentro entre el político y el periodista es, salvo raras excepciones, estéril. Ambos adictos a las generalidades expresadas con lenguaje florido, casi nunca expertos en algún tema, están tan embelesados de sí mismos que los diálogos no son tales, sino monólogos a dos voces. O sea, se ignoran mutuamente. Esto, en el mejor de los casos, porque suele ser el periodista un taquígrafo que transcribe lo que dice el político, embelleciendo sus dichos y componiéndole la plana.

Puede parecer una exageración. Pero en todos lados el político es entrenado por expertos para contestar lo que dice su guion, lo que quiere fijar en la agenda, independientemente de las preguntas. La normalización de esta práctica ha convertido el trabajo reporteril en un mecánico acercar el micrófono al político y encuadrar la cámara sin mediar pregunta.

Son célebres las preguntas de antaño en alguna gira de trabajo: “¿Cómo le fue en Nayarit, señor Presidente?”; “¿Su opinión sobre el pescado zarandeado, señor secretario?”  O las respuestas de políticos a preguntas inocentemente incómodas: “Salúdame a tu mamá”; “¡Nos veremos!” La más célebre de todas: “Tengo otros datos.”


También abundan las preguntas del mismo tenor a obispos, embajadores, escritores, intelectuales. Al hombre de Dios se le requiere la opinión sobre elecciones; al embajador, sobre agricultura; al novelista, sobre la alcaldesa; al intelectual, sobre el Presidente. No hay espacio para la religión, las relaciones internacionales, la literatura o la filosofía. Ellos y los trabajadores de los medios quieren hablar de lo que sea, menos de lo que les toca.

¿Cuándo surgen palabras que iluminen o información relevante? Las de escándalo, por un desliz del informante o una pregunta afortunada dicha en un momento adecuado. Porque en las ruedas de prensa o las entrevistas banqueteras hablan para que se repita lo que desean comunicar, y el tiempo de preguntas y respuestas es mera formalidad. Salvo excepciones, claro. Algunas incluso han dado lugar al anuncio de alguna política pública concreta, más allá del impacto informativo.

Es cada vez más escaso el encuentro personal inteligente entre político y periodista. Y aun más los ejercicios donde el radioescucha o televidente puede preguntar.

¿Cuándo cambiará esa práctica? Cuando el ego de ambos sea domado e investiguen qué les interesa de ellos a sus públicos. Hacerlo mediante la ciencia requiere recursos económicos constantes; obtenerlo por la intuición exige humildad, escasa en esos ambientes.

Hace muchos años, el jefe de prensa del entonces partido dominante llevó al presidente de la formación política una solicitud de información presentada por algunos periodistas. Enfadado, expresó: “Aquí los periodistas se creen Manuel Buendía”. El subalterno se solidarizó con los suyos, y respondió: “Y ustedes se creen Reyes Heroles”.

Es un diálogo que refleja la irreconciliable relación entre unos y otros entonces, que al paso del tiempo no ha hecho más que recrudecerse. Hoy, los juicios en público y en privado son más severos, de ambas partes. Así, se antoja poco probable que las cosas cambien.

Quizá eso poco o nada importe al ciudadano común. A quienes debería importar es a las personas de carne y hueso de ese binomio mal avenido para que puedan ser útiles a quienes dicen representar.

El político se asume representante del pueblo, haya sido electo por voto directo o no. El periodista, también, aunque en su lenguaje lo nombre opinión pública. Con tal aura se miran en sus propios espejos. Sólo el ego los iguala, pero los hace repelerse. Eso ha sucedido siempre con los hombres del poder y sus contrapesos. Ahora sólo adquiere sus particularidades actuales con la pátina de la ultraprovincia.

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