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sábado, junio 14, 2025

Estar o no estar

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Mientras cursé la preparatoria tuve un trabajo formal, seguridad social incluida, en El Observador de Nayarit, que dirigía el profesor Enrique Hernández Zavalza. Era un adolescente, aprendiz de reportero. Quienes se ganaban la vida en el periodismo me veían como niño y me gastaban todo tipo de bromas con información falsa y burlas por mi espantosa ortografía.

Cuando me asignaron para cubrir una gira presidencial, me invadió una curiosidad y una emoción inversamente proporcionales a mi edad e inexperiencia.

La inauguración de un campo de golf en Bahía de Banderas por el Presidente de la República sería cubierta por enviados de medios nacionales que habían pernoctado en Tepic. Ellos fueron trasladados en lujosas y nuevas unidades de la línea Omnibus de México. Los reporteros locales, en autobuses ordinarios de la ruta Tepic-Puga.

Justo a la entrada de Compostela, el destartalado camión tuvo un desperfecto. Eficiente, con un maletín de billetes, el jefe de prensa del gobierno estatal nos llevó a desayunar y nos envió en taxis locales al lugar del evento.

Llegamos a una lujosa sala de prensa con numerosas máquinas de escribir y teléfonos. Meseros ofrecían tragos y bocadillos. Entregaron los discursos que pronunciaría el hombre que gobernaba México. A lo lejos vimos al Presidente golpear la pelota y pronunciar unas palabras, las mismas que habíamos leído minutos antes.

Regresamos a la sala de prensa. Los reporteros de medios de la Ciudad de México nunca abandonaron el área climatizada, donde aporreaban las máquinas de escribir o hablaban por teléfono para dictar a sus redacciones. Otros entregaban sus textos a operadores de télex, un sistema de transmisión de información ruidoso y rudimentario. Era el último grito de la modernidad para la época.

Los prestigosos reporteros venidos de la capital vaciaron botellas y viandas, charlaban, se carcajeaban. Desde mi edad, los veía como semidioses que acompañaban por el país y el mundo a la reencarnación de Quetzalcóatl. Al día siguiente leería en los diarios para los que trabajaban crónicas exquisitamente escritas dando cuenta lo que había sucedido en el trópico nayarita. Sin ver ni oír eran capaces de retratar con palabras lo que había sucedido.

Desde entonces, más ahora, me persigue la inquietud de saber quién es mejor reportero, el que va, ve, pregunta y regresa para contar, o el que sin ir, ni ver, ni oír, cuenta mejor que los propios protagonistas o los testigos. Ambas cosas pueden ser posibles, pero el primer método debe ser el de los periodistas, y el segundo el de los novelistas. Yo prefiero al reportero que pregunte como policía ministerial o psicoanalista, pero escriba como novelista de lo real, si se puede. Los hechos me dicen que hay pocos, pero los hay, para fortuna de los que consumimos noticias e información.

Sólo para cerrar aquel capítulo de mi formación reporteril, he de decir que mi información, pobre sin duda, no se publicó en mi diario, que reprodujo seguramente el boletín de la Presidencia.

Cuando concluyó la inauguración del campo, el regreso a Tepic fue en lujosos taxis y fuimos invitados a comer por la tarde a un restaurante de moda.

Al siguiente día, encontré en Palacio de Gobierno al jefe de prensa, con el mismo maletín repleto de nuevos billetes. Me llevó a una pequeña oficina y en privado, ante mi incredulidad puso en mis manos un fajo de papel moneda que no había tenido en mi vida. Fue, en el lenguaje del bajo mundo, mi primer chayote. Inocente, a cambio de nada, pero chayote.

Para mi carga moral de haber sido cómplice de una conducta no ética aquello tenía que resolverse de alguna manera. Podía llevar el dinero a las Madres Clarisas, que a unos pasos de Palacio vendían rompopes y hostias. No lo hice. Podía guardarlo para socorrer a mis compañeros reporteros que un día andaban crudos y otros también. Tampoco lo hice. Lo ahorré y fue el 50 por ciento del fondo con lo que financié los viajes para mis exámenes de admisión en la UNAM y los primeros meses de mi carrera universitaria.

Recuerdo con cariño, libre de culpa, mi primera cobertura presidencial, el descubrimiento de los métodos reporteriles de contar sin ver, y el pequeño encanto del chayote que me permitió estudiar a casi mil kilómetros de mi ciudad provinciana.

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