Quisieron los hombres construir una torre que llegara al cielo. Supo Dios que la harían porque hablaban una sola lengua. Pero vio que eso no era bueno. Que llegar tan alto no podía ser producto sólo del trabajo y el diálogo que facilita la colaboración. Necesitaban hacer mucho más. Tuvo entonces que sembrar la confusión: a cada quien dio una lengua distinta; Babel quedó inconclusa. No volvió a hacerlo, porque apenas se reúnen dos o más con un propósito, empieza cada uno a hablar su propia lengua. De eso trató el sermón en misa dominical reciente. Quise charlar sobre el tema, pero nadie puso atención. Entendí que quizá junto con el castigo de la confusión de lenguas viene la sordera de Babel. No hay quien escuche al otro, ni siquiera a sí mismo.